La máquina de las tinieblas

abril 14, 2015
 

Joseph Remesar

Joseph Remesar, aparte de un caballero que viste al uso de la moda imperial aun en las condiciones más difíciles, es un cabalista destacado por el virreinato independiente de Nueva Granada, miembro de la constelación de joyas de la Santa Liga de las Comunidades Hispanas, allá en tierra del infiel anglítico, sin duda para iluminarlo en su oscuridad lejana a la ciencia y devota de su devoción al papa y a los engaños de la religión Católica.

En el tiempo libre que los papistas le dejan, ilustra con aventuras recogidas de sus protagonistas las largas y fieras noches que, sin duda, se viven en esos países ajenos a la luz del imperio.

Presentamos aquí las aventuras, basadas en hechos reales, de hechos acaecidos en tiempos cercanos. Supongan ustedes que es todo ficción, por comodidad de sus consciencias

Crónicas de tinieblas, VV.AA., edición de Eduardo Vaquerizo

Dedicada a la Madrid envuelta en sueños, que siempre recibe con su gabán a los que se cruzan en su camino.

* * *

José María Carbenejas llegó a la estación de Atocha prácticamente en el horario establecido; había partido de Vigo a eso de las 10 de la noche y llegaba a Madrid a las 7:05 de la mañana, gracias a la poderosa locomotora a vapor y a la probidad de los ingenieros que habían diseñado la ruta. El viaje en tren había sido mucho más confortable que el que había llevado en barco desde la lejana y soleada Cuba pero no había dormido casi nada, excitado por el hecho de volver a estar en Europa después de siete largos años.

Apenas había tenido tiempo de vislumbrar las calles de Madrid mientras el tren pasaba raudo hasta llegar a la estación final, pero al bajarse del vagón y observar los enormes pilares de hierro forjado que sostenían la increíble estructura y el jardín botánico que había en el centro, en medio de humos y vapores, se sintió de alguna manera identificado. Se puso el sombrero de copa, un regalo de despedida de sus colegas de la Universidad, y arrastrando la valija que llevaba consigo gracias a unas ingeniosas ruedas de caucho que llevaba incorporadas, prosiguió al final del andén, con el ticket en la mano para reclamar el resto del equipaje. Estaba comenzando el otoño y el aire fresco se podía sentir con ráfagas de viento aquí y allí, y la gente ya lucía abrigos y gabardinas, algunos incluso bufandas o amplios pañuelos, en una moda que al hombre le parecía tan lejana, tan europea, como lo era el lugar de donde venía. Él llevaba un tradicional traje de tres piezas de color negro y una camisa blanca inmaculada que no se había puesto en diez años.

El terminal era un maremágnum de personas y mercancía, unos llegando y otros saliendo, una babilonia de lenguas a la que no estaba acostumbrado José María, aunque el castizo español de los mozos de equipaje gritando sus servicios sobresalía de alguna manera sobre todo aquel bullicio. Solo cuando pasó el control policial se percató que había alguien esperándolo, un hombrecito en sus cuarenta vestido con traje y abrigo grises, con un sombrero de hongo que sobresalía sobre un rostro pálido con lentejuelas y un bigotito largo y engominado.

—¿Doctor Carbanejas? —preguntó el hombre dudando mientras observaba el daguerrotipo que llevaba en la mano.

—El mismo —contestó José María curioso.

—Buenas tardes, soy el doctor Tullides —se presentó el hombrecito—, Secretario de la Academia de Ciencias. Lo esperábamos.

—Ah, claro —pareció recordar de pronto José María, después de todo era la famosa academia de Ciencias del Imperio Español quien pagaba su viaje… y toda su investigación—. Buenas.

—Espero haya tenido usted un buen viaje —dijo Tullides como cortesía mientras observaba a su invitado, pensando que era mucho más joven de lo que había imaginado.

—Sí, sí, todo correcto —contestó José María mientras contaba sus maletas—. Ya sabe, lo normal para un largo viaje como este.

Había un autocoche esperándolos a la salida de la estación, un coche moderno, de los que nunca se veían en la isla, de esos con motores de hulla que apenas se sienten o se huelen, amplios como el vagón de un tren. Se fijó en que llevaba el escudo del oso y el madroño pintado en la puerta, símbolo del municipio. Se sorprendió ante tanta magnanimidad pero no dijo nada; después de todo estaba en la capital del Imperio. El mozo intentó tomar la valija que llevaba en ese momento, pero él la agarró con firmeza ante la sorpresa de Tullides, negando con la cabeza y diciendo:

—No se preocupe, prefiero llevar este equipaje yo mismo.

El otro se encogió de hombros, dando a entender que le daba igual y siguió acomodando el resto en la enorme maleta del autocoche. Al terminar, recibió su propina directamente de Tullides y los hombres se subieron y se sentaro uno frente al otro mientras el chofer, separado de ellos por un panel de vidrio, arrancaba el vehículo con práctica precisión. Por un largo minuto no se dijeron nada, ambos cavilando como tratar uno el español del otro. El doctor Tullides era un catalán que arrastraba todavía las erres cuando hablaba español y José María tenía un acento indeterminado, mezcla de lenguas del Caribe y de los años fuera de la península.

—La ciudad ha crecido mucho —comentó finalmente José María para romper el hielo, mientras deslizaba ligeramente las cortinas de su ventana—. Hay muchas edificaciones que no reconozco.

—Si —confirmó el otro—, el progreso que avanza sin remedio.

—Ya veo — dijo José María buscándole la huidiza mirada—. Nuevos coches, nuevas avenidas, nuevos sitios.

—Y ahora gracias a usted —dijo Tullides con una falsa sonrisa— tendremos nuevas maneras de manejar la información.

—Veremos —dijo de manera muy reservada José María. También sonreía pero de una manera más amplia, mostrando unos dientes perfectos sobre su rostro moreno por el sol.

A pesar del tráfico, llegaron en unos veinte minutos a su destino: el Hotel Espedia, una de las nuevas edificaciones que se comenzaban a vislumbrar sobre este Madrid moderno e imperial y que con sus veinticinco plantas de altura sobresalía como una montaña frente a la plaza la Castellana. El autocoche se detuvo suavemente justo frente al lobby y antes de que los hombres comenzaran a prepararse a bajar, ya tenían un lacayo en librea abriéndoles la puerta.

—No se preocupe por su equipaje —le dijo Tullides al bajarse, al darse cuenta de que no se despegaba de su valija—. Lo subirán a su cuarto enseguida.

José María no pudo evitar mirar hacia arriba, siguiendo la impresionante silueta de hormigón del edificio, escalonado en cuatro alturas, para observar luego la portada barroca de su fachada principal.

Por dentro el hotel era todavía más impresionante que por fuera, mármol de Carrara rosado en pisos y paredes, sillones de fino cuero, mostrador de brillante cedro y lo mejor, lámparas de cristal de bohemia, iluminadas por bombillas eléctricas.

—Solo había visto luz eléctrica en algunos edificios públicos en La Habana —comentó José María encandilado—. Ni siquiera en la Universidad teníamos tal lujo.

—El municipio está invirtiendo en toda la infraestructura —no pudo evitar decir Tullides con cierto orgullo—. La Empresa Goya y Hermanos, C.A. tiene todas las concesiones, claro está.

Se acercaron al mostrador, donde un par de muy eficientes empleados parecían ya conocer a Tullides y le entregaron las llaves de la habitación; el caribeño se alegró de que también tuvieran instalada una de esas raras invenciones, llamado elevador, porque la habitación estaba en el último piso.

Resultó que la habitación abarcaba todo el piso, un espacio más grande que la pequeña casa donde vivía José María en La Habana, decorado con las más exquisitas pinturas y muebles; el hombre chasqueó la lengua pensando que todo aquello era demasiado extravagante para un simple científico como él, pero no dijo nada.

—Tiene todas las comodidades —dijo de repente Tullides, que se mostraba poco impresionado, como si hubiera estado muchas veces antes ahí—. La habitación principal con baño incluido, dos cuartos, una biblioteca, una sala de estar, que puede usar como salón de fumadores, y desde luego, el balcón da hacia la plaza y tiene unas vistas formidables, puede ver prácticamente todo Madrid desde aquí.

—Es mucho más de lo que había solicitado cuando pedí un sitio tranquilo para trabajar —comentó José María en voz baja—. Y sin embargo…

—¿No le gusta el sitio? —preguntó entonces Tullides alarmado—. ¿Tenía alguna otra condición?

—No, no es eso… el lugar es… magnifico —dijo el huésped, tranquilizándolo con un gesto de las manos—. Es que pensé que iba a tener acceso a una conexión con una máquina cabalística automática.

—¡Oh Dios! Claro —exclamó su interlocutor palmándose la frente—. ¿Cómo se me ha podido olvidar? Sí, sí, la tenemos en el estudio, venga, venga, pase por aquí.

El hombrecito corrió uno de los paneles que hacía de pared, y ahí estaba, entre la biblioteca y la sala de estar. La enorme máquina ocupaba prácticamente toda la pared del fondo, como un enorme y siniestro órgano de una iglesia medieval.

—No solo tiene usted una conexión —dijo Tullides orgulloso—, ¡sino que le hemos instalado una máquina completamente nueva! Recién salida de las juderías. Los discos de la interface están también a su disposición.

—Oh, qué bien —dijo José María acercándose a la máquina—, pero en realidad solo necesito la conexión… vera, traje mi propio terminal portátil. Y no necesito los discos para trabajar que este… modelo.

—¿Una autocabalista portátil? ¿Sin necesidad de discos? —dijo Tullides frunciendo el rostro—. No existe tal cosa.

—Claro que existe —contestó José María sonriendo—. La tengo aquí mismo, en la valija. —Y diciendo esto sacó una llave que llevaba en el pecho, atada a una larga cadena de plata y procedió a abrirla.

Se escuchó claramente un clic metálico que continuó con el sonido inconfundible de una serie de engranajes, como los de un reloj, y la valija se abrió como una flor mágica, desplegando sus pétalos de bruñido metal. José Luis tomó la primera mesa que encontró a la mano, una antigüedad estilo Luis XVI, y ante el horror del doctor Tullides la depositó encima. Apretó una tecla más, y la máquina pareció crecer orgánicamente, como si sus complicados mecanismos tuvieran vida propia. Al terminar de hacer ruidos, tenía un teclado como el de una máquina de escribir al frente de una matriz de cincuenta por cien de pequeñísimos rodillos circulares, enmarcada en un elegante marco de negro acero.

Entonces el científico abrió un lado de la valija donde guardaba una serie de planchas de cobre perforadas con infinidad de pequeños agujeros circulares, y escogiendo una, la insertó cuidadosamente en una ranura, que se la trago en un movimiento rápido y mecánico. Segundos después, la máquina hizo un zumbido de engranajes moviéndose y una palanca a su lado derecho se levantó haciendo un sonido de campana de bicicleta.

—¡Voilà! —exclamó el científico al terminar—. Ahora solo necesito el cable de la otra máquina y, claro está, la clave de acceso. —Y sin preguntarle nada más a Tullides se quitó el sombrero de copa y procedió a agacharse detrás de la máquina grande con un pequeño juego de herramientas que había sacado como por arte de magia de su abrigo.

—Ah, aquí esta —dijo tomando el mazo de gruesos cables que salía de la pared. Usando sus herramientas los desconecto de una máquina y los conecto en la otra.

La máquina portátil hizo un chasquido como aceptando la conexión y enseguida los rodillos de la matriz comenzaron a girar rápidamente hasta que formaron las palabras.

«Acceso correcto»

«¿Usuario?»

José María se acercó al teclado y escribió su nombre, todo seguido, sin espacios entre nombres y apellido. Los rodillos volvieron a girar y a cambiar.

«¿Clave?», apareció claramente enfrente de los rodillos.

—¿Y bien? —preguntó entonces a Tullides—. Si es tan amable…

Tullides no salía de su asombro, jamás había ni siquiera imaginado que fuese posible una interface como aquella, por texto, pero en un acto reflejo sacó el sobre sellado que llevaba en la chaqueta y sin decir una palabra se lo entregó a José María.

—Muchas gracias —dijo este sin mirarlo mientras lo ragaba—. Ah, ya veo, un típico código alfanumérico de dieciséis caracteres. —Y echándole una segunda mirada, rompió el papel en pedacitos.

—Pero… —comenzó a decir Tullides en señal de protesta—. Pensé que iba a crear su propio disco de acceso…

—No se preocupe, hombre —le dijo José María dándole una palmadita en el hombro—. Ya lo he memorizado… Ya sabe, es mejor mantener la seguridad. Como puede ver no necesito uno de esos engorrosos discos perforados para comunicarme. —Y diciendo eso, escribió la clave en aquel teclado más rápido de lo que Tullides podía seguirlo.

Unos segundos después la máquina contestaba:

«Conectada»

—Bueno, como ve, todo está en orden —dijo señalando las brillantes letras de plata.

—No me lo puedo creer —dijo Tullides asombrado, sacándose los lentes y limpiándolos con un pañuelo—. Una interface directa por texto en una máquina cabalista de este tamaño.

—Es solo un prototipo —contestó José María observando el pequeño terminal con cierto orgullo—. Me tomó tres años hacer los engranajes por mí mismo y solo funcionó después de interminables pruebas. La idea del teclado me surgió precisamente porque el proceso de perforar y crear los discos con la información pertinente se hizo demasiado lento y engorroso para mí. Yo mismo lo hice a partir de las piezas de una máquina de escribir.

—Ya veo —dijo Tullides con una mueca

—Ahora si me disculpa —dijo el caribeño—, tengo ganas de darme una ducha en ese maravilloso baño que ustedes deben tener aquí, tomarme un café con leche y algún refrigerio y ponerme a trabajar.

—No hay problema —dijo Tullides en un suspiro—, pero no nos reuniremos con el Municipio hasta el lunes… y hoy es viernes.

—Con más razón —dijo el hombre—. Tengo apenas el tiempo para preparar mi demostración.

—Sí, entiendo… entonces lo dejo con sus asuntos. —Dudó antes de agregar—: Todos los gastos están cubiertos por el Municipio, si necesita algún efectivo solo solicítelo en el lobby.

—No lo creo, pero muchas gracias. Que tenga un buen fin de semana doctor Tullides.

—Igualmente. —Y se dieron la mano para despedirse.

El doctor Tullides dejo la habitación completamente abrumado; aquellos era totalmente revolucionario, desde todos los puntos de vista. Ahí estaba él, el secretario de la mayor institución científica del Imperio, portador de docenas de certificados y títulos, miembro de los Cuatrocientos, y había parecido un completo analfabeto a lado de aquel hombre. José María Carbenejas tenía la fama de ser el científico más brillante del planeta, y hoy lo había demostrado. La Secretaría de Haciendas Imperiales estaría encantada de tener una autocábala con una interface por teclado como aquella, por no decir también la Secretaría de Acción Remota y sus proyectos sobre el uso de la moderna telentrópica y él personalmente, que tenía sus doblones puestos en la Bolsa, esperaba con ansías aquella demostración. ¿Una interface textual, sin discos perforados? Simplemente increíble.

Sin darse cuenta, enfocado en sus pensamientos, casi tropieza con el alguacil que estaba en el pasillo. El oficial se cuadro formalmente.

—¿Cuál es su nombre, alguacil? —preguntó a bocajarro.

—Salamanca señor, Joannes Salamanca, alguacil de primer grado, a sus órdenes.

Tullides lo miró de reojo, era un chico joven, en sus veintes, un recién graduado de la academia por la forma tan meticulosa en que llevaba puesto el uniforme, la coraza de cuero y el sombrero de ala ancha con plumas. Rubio, brillantes ojos azules, consanguíneo, de amplias espaldas y alto, muy alto, quizás demasiado para un típico español, pero él sabía que esos días el Cuerpo estaba llenó de reclutas llegados de toda parte de Europa, hijos de inmigrantes que huían del catolicismo anglicano. Al menos el Municipio le había enviado una escolta.

—Escúcheme muy bien, alguacil —le dijo escogiendo sus palabras—. No le quite los ojos de encima a nuestro huésped. No es un prisionero, claro está, puede salir y querer darse una vuelta por Madrid… o lo que se le ocurra, pero no lo deje solo nunca, ¿me ha entendido?

—Sí, señor —contestó el joven lo más formal que pudo.

—Es un extranjero que viene de las Columbias —siguió diciendo Tullides como si no lo hubiera escuchado— y no conoce los bemoles de la gran ciudad, así que oído al tambor. Estará con él hasta para cagar hasta el lunes en la mañana que vendré a buscarlo para ir al municipio. —Volvió a repetir—: ¿Está claro?

—Como el estanque, señor, confíe en mi, señor

El elevador llegó en ese momento, para alivio de Joannes.

—Cualquier duda que tenga —terminó diciendo Tullides—, contacte con el lobby del hotel… Ellos saben dónde localizarme. Buenas tardes, oficial.

El joven alguacil se despidió del hombrecito con un toque del sombrero; iba a ser un largo fin de semana, más largo y activo de lo que nunca hubiera esperado.

* * *

Como a eso de las tres de la tarde, después de haber estado trabajando en sus notas y en la máquina por más de tres horas, José María se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno que le habían dado en el tren, antes de llegar a Madrid. No era bueno para la productividad.

Se puso la chaqueta, el sombrero de copa y salió al pasillo; había un hombre ahí, sentado derechito en una silla que se veía diminuta en comparación a su corpulencia. Lo saludó con un movimiento de la cabeza y, apretando el botón del elevador, espero a que este llegara. El otro se levantó detrás de él y entró también al elevador; solo entonces se percató que llevaba un uniforme militar, peto, amplia capa y sombrero. El acero toledano de su espada relucía con extraños brillos de su diestra.

—Disculpe —se volteó finalmente a preguntarle después de un largo minuto de incomodo silenci—. ¿Está usted siguiéndome?

—Alguacil Joannes Salamanca, a su servicio —contestó el joven seriamente con un gesto—. Tengo órdenes de acompañarlo a donde usted vaya, señor.

—Ah, entiendo…

El ascensor tocó fondo con un ligero movimiento de los amortiguadores y salieron al lobby del hotel. José María comenzó a dirigirse hacia la recepción, pero entonces se detuvo, dudando, y se volteó de nuevo hacía Joannes.

—¿Sabe de algún sitio decente para almorzar, alguacil? —preguntó—. Verá, hace mucho tiempo que no como verdadera comida española y la verdad, estos… fascinantes restaurantes del hotel no me llaman mucho la atención.

—Desde luego, señor —contestó el oficial pensando que ya tenía una hambre de padre y señor mío—. Conozco uno o dos…

—Pues no se hable más —dijo José María muy resuelto dirigiéndose a la salida.

—Ejem… creo que necesitaremos un vehículo —comentó Joannes dirigiéndose a recepción—. Este no es precisamente un barrio de populacho. Pediré las llaves.

Tomaron un coche, un Urella monocilíndrico con el símbolo de los Alguaciles en sus puertas que estaba aparcado en la zona de jardines. No era un vehículo tan lujoso como aquel en el que había llegado pero sí mucho más práctico, con puertas que se abrían hacía atrás y un techo de tela que se podía plegar. José María se sentó en el asiento del copiloto ante la perplejidad de Joannes quien arrancó el vehículo después de varios intentos con el motor de arranque.

—Estaremos ahí en diez minutos —comentó el joven oficial, mientras le costaba meter la segunda.

—No hay prisas —dijo José María observando ahora con más detalle el tráfico que los rodeaba, los edificios y hasta los peatones que se aglomeraban en una esquina u otra. La avenida de la Castellana se veía prácticamente nueva, con castaños recién plantados y pequeños plátanos a derecha e izquierda. Pronto dejaron a lo lejos la enorme silueta del hotel.

—Se planea toda una remodelación urbana para esta parte de la ciudad —le comentó Joannes observando la curiosidad del hombre—. Ministerios y edificios públicos principalmente.

El alguacil torció rudamente el coche hacía su derecha, metiéndose por una calle mucho más estrecha, ante los insultos de uno o dos choferes que circulaban en sentido contrario. Todavía dio un par de giros más antes de llegar a un barrio tranquilo, de casas de techos bajos y tejas rojas que le recordaban a José María su ciudad de origen: el joven alguacil aparcó como pudo el coche en un callejón lateral y caminaron una calle más antes de llegar. El mesón resultó ser un viejo local de columnas y techos carcomidos, piso de losas desgastadas y cuatro o cinco largas mesas, donde todavía algunos comensales comían a esa hora. A Joannes, que ya estaba mareado del hambre, le olía a gloria.

—¿Qué va a ser? —preguntó el tabernero con cara de haber interrumpido su siesta.

—Quedo a sus recomendaciones, alguacil —dijo José María observando a Joannes—. Yo invito, y seguramente sabe mejor que yo que está bueno aquí.

El chico dudó unos segundos, pero las tripas crujiéndole le hicieron decidir rápidamente.

—Tráiganos un besugo para dos, con patatas asadas —dijo—. Y de entremés algo de queso de cabra, jamón frito con manteca… y una botella del tinto de la casa.

—Excelente opción —dijo el científico—. Hace siglos que no pruebo el queso de cabra…

El mesonero desapareció por un hueco que parecía una cueva detrás del mostrador y volvió casi inmediatamente con el queso, el jamón, la botella de vino y dos vasos, que depositó en la mesa sin mucho miramiento. El jamón venía también acompañado de una cesta de pan de centeno.

Por un par de minutos, los dos hombres se entretuvieron agarrando pan y entremeses; José María pareció deleitarse particularmente con el queso.

—¿Tiene mucho tiempo en el Cuerpo? —preguntó de repente el científico sirviendo el vino.

—Entré en la academia hace como un año y me dieron mi placa este verano… —contestó Joannes un poco avergonzado de reconocer que era un novato.

—Tengo entendido que es uno de las mejores instituciones dependientes del Ministerio de Justicia —comentó José María probando ahora el jamón—. ¿Le gusta?

—Muy pronto para decir… —Joannes no sabía cómo explicar que cualquier cosa era mejor que estar pastando vacas día y noche.

Llegó el mesonero con el besugo, que olía como debía ser. Pidieron otra botella de vino.

—Disculpe la pregunta —le dijo Joannes—. Usted no es de por aquí.

—¿Lo dices por mi acento? —sonrío el científico—. No, aunque mis padres lo son, bueno, al menos son peninsulares. He pasado los últimos siete años en la isla de Cuba.

—¿Y puedo preguntando haciendo qué? —El alguacil atacó el besugo con holgura.

—Complicado… digamos que… trabajo en teorías matemáticas y sus aplicaciones prácticas y diseño máquinas basadas en ellas. Soy lo que podrías llamar un científico.

Joannes decidió que no quería saber nada de máquinas y teorías de las que no iba a entender nada, pero por educación dijo.

—Muy interesante.

Joannes pidió torta catalana de postre y el caribeño simplemente un plato de frutas, que resultaron ser fresas y frambuesas de la temporada, y café negro. Terminaron la sobremesa son un par de copas de orujo de hiervas.

Entonces Joannes decidió que era el instante preciso para ir al baño a lavarse la cara y soltar algunos gases que le estaban incomodando y que por educación al huésped no había soltado en la mesa. Sería cosa de un par de minutos.

Cuando volvió, la mesa estaba vacía.

—Mesonero ¿Qué ha pasado con mi acompañante? —preguntó sentándose de nuevo y observando que la mesa estaba limpia, con únicamente la botella de vino y un vaso semivacío sobre ella.

El mesonero no contestó nada, como si no lo hubiera escuchado. Joannes volvió a preguntarle, esta vez alzando la voz por encima de los pocos comensales que había. Sabía que tenía un vozarrón entrenado a base de gritar en los campos.

—Que si has visto a mi compañero de mesa —gritó, todavía sin levantar la mirada endurecida de la mesa.

—Yo no he visto nada —contestó el mesonero volteándose hacía la cocina.

Un par de comensales se rieron con sorna; Joannes juraría que había escuchado a uno de ellos murmurar algo pero ni siquiera se volteó a mirarlos. Se levantó de la mesa, nervioso y comenzando a sentir que la sangre se le crispaba.

—¡Pardiez que me vas a contestar! —saltó Joannes como un tigre contenido dirigiéndose al mostrador—. En nombre de la autoridad te lo ordeno.

Esta vez las risas del mesonero y de los comensales fueron estrepitosas.

—¡Ja,ja,ja! Anda y lárgate a tus barracas antes de que den por el culo —le dijo el mesonero entre dientes—. Ya te he dicho que yo no he visto a nadie.

Joannes alcanzó al mesonero con sus largos brazos, atrayéndolo con fuerza hacía el.

—No sé de qué me habla —gritó el hombre—. El alguacil entró solo aquí y ha estado solo durante todo el almuerzo.

La respuesta le cayó como un jarro de agua fría a Joannes, sacándole de un solo golpe toda la morroña de la comida y el alcohol.

—Pero qué es lo que dices, infeliz… —le dijo casi mordiéndole una oreja—. Si ha estado conmigo aquí todo el tiempo, un hombre joven, tostado por el sol, con un acento cantarín de las mil y una…

Lo próximo que el mesonero supo fue un tortazo que lo lanzó al otro extremo del bar, contra platos, vasos y restos de comida; Joannes saltó el mostrador, con una agilidad sorprendente para su tamaño y lo volvió a encarar señalándolo con un dedo.

—Me vas a decir ya qué coño pasa aquí.

Salió entonces de la trastienda un cocinero enorme, algún moro medieval perdido en la urbe, de los que parecen estar más cómodos con una cimitarra que con un cuchillo de cocina y a una señal del mesonero se lanzó sobre Joannes.

Amortiguó el golpe del gigante en las costillas lo mejor que pudo, perdiendo el aire al instante y doblándose como un saco de patatas y casi enseguida recibió otro en la cara, que le partió el labio; pero había que hacer algo mucho más contingente que eso para desalentar a un hijo de holandeses de dos metros de altura y ciento ochenta kilos, furioso como un toro de lidia. Se levantó como una tromba y primero le encajó una patada a su contrincante y después dos leñazos cruzados que dejaron la nariz del moro como una extensión sanguinolenta, derrumbándolo contra la pared.

A su espalda, el mesonero volvió al ataque, con una porra de madera cubierta de cuero, que Joannes contuvo con su mano izquierda, para con su derecha lanzar un puño demoledor. El hombre perdió varios dientes esta vez.

—¿Y entonces me vas a decir que pasó con mi compañero? —le grito de nuevo Joannes, tomándolo por la camisa, sus ojos rojos de la ira.

Alguien le rompió una botella de vino por la cabeza y lo último que el alguacil vio fue el piso ennegrecido de madera a sus pies y la sombra de un hombre sobre el mostrador.

* * *

Joannes veía pequeñas flores amarillas de montaña, vacas pastando en un campo increíblemente verde y al fondo, el pico de La Maliciosa; por un instante creyó sentir el olor del césped y de la sierra, hasta que un hedor nauseabundo lo envolvió.

Se levantó confundido en el callejón, todavía era de día y le dolía terriblemente la cabeza; estaba tirado en la semioscuridad, entre bidones de basura y desperdicios recientes. Se llevó la mano a la cabeza y sintió el chichón palpitante como un ser vivo propio, debajo de sangre ya reseca, un poco más allá vio su capa y su sombrero y chequeó entonces con pánico si todavía llevaba su espada y su insignia de alguacil. Los gamberros habían tenido la buena venia de no quitarle nada, ni siquiera su cartera con las cuatro perras que llevaba.

Tomó su capa y sombrero con una mano, sintiendo las costillas doloridas, y caminó hasta la esquina, a revisar si reconocía el sitio; estaba a solo una calle del mesón. Resuelto, tomó aíre y caminó de nuevo hacía allá.

El sitio estaba cerrado a cal y canto, totalmente vacío; no había ni un alma en los alrededores. ¿Qué había pasado con el científico? ¿qué podía hacer ahora?

Regresó al vehículo. El Urella estaba donde lo había dejado, se subió a él taciturno, sobándose el chichón mientras no dejaba de maldecirse a sí mismo, pensando que le habían encomendado como primera misión cuidar a un hombre, y que lo había perdido. Su carrera en los alguaciles no se veía muy prometedora.

Sacó su reloj de bolsillo y vio que iban a ser las seis de la tarde; los alguaciles que habían terminado su turno seguramente estarían reunidos en una taberna cerca de las barracas, bebiendo las frustraciones del día o relajándose en una partida de cartas. Encendió el Urella y arrancó con una chirría de cauchos, forzando la caja y el pedal de cambio.

Conocidas simplemente como las barracas, eran en realidad el cuartel general de los alguaciles recién graduados, y disponían de vestidores, dormitorios y hasta una armería; aquellos que no podían pagarse un mejor cuarto para vivir, es decir los que todavía no habían entrado en el circulo vicioso del trato de servicios, dormían ahí algunas veces compartiendo el cuarto con otro.

Pancho Santaluña era el compañero de cuarto de Joannes; un par de años mayor que él, habían lidiado cuando entraron a la Academia con la misma mierda de marchas forzosas, limpieza letrinas y gritos desaforados de oficiales y habían llegado a conocerse bien durante el año que había durado el tratamiento de convertir campesinos en disciplinados guardianes del orden. Era un mexicano algo bajito, prieto y con ínfulas de literato, que había emigrado de las Columbias cuando su familia había caído en desgracia económica; una de esas pocas que habían regresado a España más empobrecida de lo que se había ido. No se le ocurría una mejor persona para contarle lo ocurrido.

Estacionó el coche sin problemas en el aparcamiento de la barraca, después de todo era un coche oficial, y comenzó preguntando si los del turno de las ocho ya habían salido. Había grupos sueltos aquí y allí, algunos con sus penachos y corazas todavía relucientes, y otros llegando, sudorosos a pesar del fresco del otoño; supo entonces que Pancho estaba jugando cartas en El Manco, popular entre policías y poetas aficionados a Cervantes y coterráneos.

—¿Y a ti que te pasó, compadre? —preguntó su amigo con sorna al verlo entrar al bar—. ¿Con quién te agarrarse del chongo?

Los otros tres jugadores, todos alguaciles novatos, sonrieron, observando de reojo el labio partido y el uniforme sucio y revuelto, típico de quien ha tenido una bronca.

Joannes recordó entonces, que aunque su amigo pareciera más español que él, hablaba como un criollo, es decir, con toda la jerga mexicana.

—Lamento interrumpir su juego, amigo letrado —dijo nervioso dando vueltas a su sombrero—, pero un asunto de vital importancia ha surgido que necesita su concejo.

—No hay pedo —dijo su amigo mirándole a los ojos y sabiendo que estaba metido en algún entuerto—. Los compañeros aquí pueden continuar sin mí. Vamos a tomarnos una chela que parece que la necesitas.

—Mejor un tequila de esos de los tuyos —dijo Joannes dirigiéndose a un rincón solitario.

—¡A la madre! ¿Vuestra merced tomando tequila? —dijo Pancho ordenando dos chupitos.

Joannes apenas respiró para beberse el suyo, dejando que le ardiera la garganta y se le calentara el estómago, y entonces le soltó todo el cuento de una, desde la comisión del teniente hasta los acontecimientos en el mesón.

—¡No me chinges! —dijo el mexicano llevándose la mano al mentón pensativo — ¿Que no se te ocurrió pensar que quizás el hombre regreso al hotel? ¿Fuiste a ver?

—Pues no —dijo Joannes torciendo el gesto—, pero lo dudo. ¿Sin coche? Es extranjero, cubano o algo así, viene de allá de las Columbias como tú.

—No confunda enchiladas con chilaquiles, compadre —le señaló su compañero alzando el dedo índice—. Cuba es una isla y México un país enorme, lo único que tienen en común es la lengua de Cervantes y al Rey Fernando. Yo digo que ha podido tomar un taxi… esa gente de ciencia es muy rara…

—Pues vayamos para allá inmediatamente —dijo Joannes levantándose.

—Ya me has metido en tu entuerto — chasqueó Pancho—. En fin, vamos.

Fueron al hotel tomando de nuevo el Urella, con más prisas que antes; los del recibiro lo miraron con expresión de horror cuando pidió la llave de la habitación, observando con disgusto su apariencia, pero no le dijeron nada al verlo acompañado por otro alguacil.

—Vaya sitio que le dieron al besugo —comentó su amigo mientras se subían al elevador. Joannes mudo y tétrico como una tumba.

La habitación estaba completamente vacía, las maletas de Carbenejas todavía estaban sin abrir y la cama jamás se había usado. La única señal que quedaba de que había habido alguien ahí, era el montón de papeles llenos de números y garabatos en frente de una máquina, extraña como algo que nunca habían visto los dos alguaciles antes.

No había nadie ahí. Nadie.

—Ay amigo —suspiró Pancho sentándose al borde la acolchada cama—. Comienzo a pensar que esto está de la chingada.

* * *

Joannes y Pancho no llevaban veinte minutos en la habitación cuando las campanitas de la recepción sonaron.

—¿Y ahora qué? —dijo Joannes nervioso.

—Será mejor que bajemos a ver qué pasa —dijo Pancho acostado en la suntuosa cama, estirando sus dedos sin las botas puestas.

El mismo eficiente y pomposo empleado que les había dado las llaves les entregó un sobre cerrado; la estampa de Correos y Telégrafos de España y el nombre de Joannes Salamanca en él.

—Bueno compadre —dijo Pancho ansioso—. ¿Qué espera? Ábralo pues…

Caminaron hacia la enorme sala de estar que había a un lado de la recepción, llena de cómodos sillones y lamparitas tipo tiffany; estaba casi vacía, con solo un par de comensales fumando puros y leyendo la prensa. Ahí se sentaron en un oscurecido rincón.

«Si quiere volver a ver al doctor Carbenejas. Traiga máquina. Hoy 20:00 horas.»

Era lo único que decía el telegrama y daba una dirección que estaba en el barrio judío.

—¡Ah, cabrón! —exclamó Pancho que había leído por lo bajo la misiva—. Eso suena como una amenaza… ¿Y de qué diablos de máquina habla?

Joannes pensó con furia; la única máquina que se le ocurría y que pertenecía al científico era la que estaba en la habitación. Decidido, subieron de nuevo al cuarto.

—No tengo que decirte —le dijo el amigo en el ascensor— que parece una trampa; no hay ninguna garantía de que te den al doctorcito sano y salvo. —Trago saliva.

—Lo sé —murmuró rabiando Joannes—, pero ¿tenemos alternativa?…Si regreso con este problema al teniente, mi carrera con los alguaciles está terminada, kaput.

Fueron directamente a la habitación donde estaban las dos máquinas cabalísticas, una enorme, empotrada a la pared, y otra mucho más pequeña, colocada sobre una mesa.

—Debe ser esta —dijo Joannes observando el mecanismo con atención—. Coño y ¿cómo movemos esta cosa?

—Lo primero será desconectarla de ese cable que sale de la pared —dijo Pancho—. Y mira, compadre… eso parece la maleta donde la traía… debe entrar ahí de alguna manera.

Los dos alguaciles se pusieron manos a la obra; no eran muy diestros en eso de manejar herramientas pero se las arreglaron para desconectar el cable. Tardaron unos buenos diez minutos en descubrir cómo la máquina se retraía a sí misma, apretando teclas aquí y allá, haciendo uno y mil ruidos de engranajes, hasta que su teclado y sus rodillos circulares parecieron desaparecer en una masa de pulido acero negro. Después le colocaron la tapa encima y esta se cerró con un ruido metálico. Tomaron también todas las placas metálicas perforadas que encontraron.

—Pues mira —comentó Pancho orgullosos de sus escondidas habilidades—. Hasta tiene unas lindas rueditas para transportarla.

Joannes murmuró algo inteligible que sonaba como una larga palabrota en holandés y depositó la máquina-valija en el piso.

—No tienes que acompañarme —le dijo a su compañero.

—No mames, güey —respondió Pancho revisando su espada—. Ahora que me has metido en este entuerto tuyo, sigo hasta el final, ¿qué hora es?

—Van a ser las siete —contestó Joannes observando el reloj de pulsera, regalo de graduación de su padre—. Tenemos tiempo de sobra, pero vámonos ya, no estoy seguro que el coche pase por esos callejones de las juderías.

Salieron del hotel tan taciturnos como habían llegado, tomaron de nuevo el Urella y se dirigieron a la judería vieja, en la ribera del Manzanares y hacía Lavapiés, donde el barrio judío pobre compartía fronteras con el mercado, ahora vacío de catanitas y filipinos, castellanos y árabes, en aquella amalgama de razas y credos que era el centro de Madrid.

Tuvieron que dejar el coche en uno de los callejones laterales cerca de la Ronda de Toledo y continuar a pie por las estrechas calles de la judería. Joannes se la conocía mejor que Pancho porque había hecho algunas rondas antes por ahí y lo consideraba un sitio misterioso y peligroso. Aunque los judíos tendían a resolver sus propios asuntos, el barrio era conocido también por esconder toda clase de criminales. Era viernes en la noche y por ser mañana Sabbath muchos sitios, bares y sitios de comida kosher ya estaban cerrados, pero eso favorecía sus planes de pasar desapercibidos. Las callejuelas apenas estaban alumbradas por los pocos faros de gas que la alcaldía había puesto y la noche ya era cerrada y fría.

La dirección resultó ser una casa cochambrosa, cuya puerta principal parecía que nunca había sido usada y con ventanas tapiadas por tablones podridos, así que tuvieron que ladearla buscando la entrada de la servidumbre.

—Mejor que te quedes afuera —le dijo Joannes al mexicano poniendo cara de que esta vez no aceptaba argumentos—. Si no salgo en quince minutos, no entres por mí, vete directamente a informar al teniente.

Pancho lo vio con esa mirada taciturna y resignada que a veces tiene la gente que viene de las Columbias y asintió con un ligero movimiento de la cabeza. Joannes tocó la puerta con fuerza, ¡toc, toc!, esperó unos segundos y la empujó al no responder nadie, encontrándola abierta. Había un largo pasillo, negro como una cueva de lobo y otra puerta al fondo, donde una rendija de luz mostraba que había alguien dentro.

Había un hombre sentado a un lado de una mesa en la pequeña habitación apenas iluminada por una vela; llevaba un sombrero de ala ancha que no permitía ver sus facciones entre los claros oscuros e iba completamente vestido de negro.

—Aquí está lo que me han pedido —dijo Joannes depositando la valija sobre la mesa—. ¿Dónde está el doctor?

El hombre observó el objeto sobre la mesa y entonces hizo una señal con su mano izquierda, como indicando que esperara; a su espalda, de entre las sombras, se escuchó el ruido de los goznes de una puerta y aparecieron otros dos hombres: uno de ellos era José María Carbenejas, el rostro moreno ahora pálido como un muerto, el otro era un mulato casi tan alto como Joannes, vestido también de profundo negro pero sin sombrero, con un rostro curtido por una y mil batallas, los ojos brillantes como los de como una cobra a punto de saltar.

—Ábrala —ordenó el mulato empujando de mala manera a Carbenejas.

El doctor no dijo nada y con manos temblorosas procedió a sacar una pequeña llave que tenía atada a una cadena de plata. Abrió sin chistar la máquina.

—Está todo correcto —dijo observando el mecanismo por encima.

Joannes esperó ese momento para sacar su acero toledano y decir en su tono más autoritario:

—¡Por Dios, el Imperio y el Rey os instó a entregaros! —Y apuntó con su sable hacía la cabeza del hombre sentado.

Esta vez los dos hombres de negro se rieron abiertamente.

—Jajajajaja, el novato tiene güevos —dijo el esbirro que estaba levantado, sacando al mismo tiempo un pistolón de su sobaco—. ¿Realmente crees que tienes chance con esa espadita? Jajaja, te puedo asegurar que antes de que te muevas una pulgada, te habré metido dos enormes agujeros en ese enorme cuerpo tuyo.

Joannes se quedó de una pieza, observando cómo el hombre lo apuntaba con una frialdad que denotaba que era diestro con el revolver; era una arma grande, probablemente de calibre cuarenta y cinco y a esa distancia era blanco seguro. El otro hombre se levantó, todavía bufando el mal chiste, cerró la valija y tomando la máquina dio la vuelta para abandonar la habitación; al pasar junto al pistolero le murmuró algo en el oído.

—Nada de sangre —dijo de pronto Carbenejas—. Me prometieron nada de sangre; dejen al muchacho en paz.

El mulato no le sacaba los ojos de encima a Joannes, los ojos dos pequeñas rendijas de carbón, la pistola apuntando el pecho sin temblarle el pulso; por un largo segundo Joannes pensó que iba a disparar el arma y esperando el tiro mortal cerró los ojos. Se escuchó la puerta al cerrar con fuerza. El joven alguacil abrió los ojos y se encontró solo en la habitación.

Sintió que le temblaban las piernas y tuvo que reclinarse sobre la mesa para evitar caer. Mareado y con nauseas, el corazón bombeaba como si fuera a salírsele del pecho, la cabeza le daba vueltas. Finalmente dio tres grandes suspiros y se incorporó dirigiéndose a las sombras donde suponía estaba la puerta trasera. Esta estaba cerrada desde fuera y después de un par de frustrados intentos por derribarla, decidió salir por donde había llegado.

Afuera, en medio de la brisa fresca de la noche, lo esperaba el ansioso Pancho, escondido en una esquina. Al ver la cara de susto y muerte de Joannes no le dijo nada, simplemente lo tomó por un brazo con la interrogante en su mirada.

—Estoy más jodido que antes —dijo Joannes con una vocecita—. Ahora he perdido al inventor y a la máquina.

* * *

José María Carbenejas sintió como la luz de la habitación lo segaba momentáneamente cuando le quitaron la capucha; lo habían subido a un vehículo tan pronto había salido de las juderías, le habían atado las manos, tapado rudamente la cabeza y después de un tiempo que no supo medir, lo habían bajado en algún sitio y entre empujón y empujón, guiado a una habitación.

El hombre que lo había secuestrado, un moreno alto, estaba ahí, sonriendo como si todo el asunto se tratara de una mala broma y en cualquier momento fueran a revelar la trama.

—¿Quiere comer algo, doctor? —le preguntó cínicamente, mientras con un enorme cuchillo de caza cortaba un trozo de queso y pan.

Carbenejas negó con la cabeza, todavía con nauseas, no sabía si por el brusco viaje o el shock de encontrarse en manos de una delincuencia organizada. El cuarto era amplio y estaba bien iluminado por lámparas de gas, nada parecido al último donde había estado y él estaba sentado en un gran sofá de cuero repujado junto a otras dos sillas altas de buena madera de caoba, con una mesa al fondo llena de fruta, comida y una jarra de agua. Se fijó entonces en que su máquina autocabalista portátil estaba sobre un escritorio, junto a la pared, y que tenía ya un largo cable conectado a ella.

Unos minutos después entró el segundo hombre que había visto, al que consideraba el líder de todo este ultraje.

—Veo que ya está usted mucho más cómodo… —dijo el hombre con un gesto de aprobación—. Espero que ya se le haya pasado el susto. —Hizo una pausa sentándose frente a él—. Como verá no tenemos ninguna intención de hacerle daño… ni de destruir su máquina.

Carbenejas no dijo nada.

—De hecho, es todo lo contrario —dijo el hombre cruzando elegantemente las piernas—. Queremos usar su máquina… digamos, para una causa mejor.

—No entiendo para qué me quieren —dijo Carbenejas tomando un suspiro—, ni qué uso le pueden dar a una máquina experimental.

—Es curioso ver cómo siempre los genios subestiman los alcances políticos de sus creaciones —dijo el hombre quitándose entonces el sombrero de ala alta. Su rostro era largo y afilado, con una nariz aguileña y unos ojos azules como el Caribe. Era el rostro de una persona acostumbrada a la buena vida—. ¿Tiene alguna idea de lo que el Imperio puede hacer con máquinas como la suya? Una autocabalista con una interface textual, sin discos perforados, que permitirá acceso a información como nunca antes ha ocurrido en la historia. —Esta vez la pausa fue mucho más poética, mientras movái la mano derecha en un gesto de amplitud—. Las consecuencias son inimaginables hasta para nosotros, pero una cosa es segura… el Imperio y sus instituciones se seguirían perpetuando por siglos.

—¿Nosotros? ¿quiénes son ustedes? —fue todo lo que preguntó el científico.

El hombre dio un largo suspiro antes de contestar.

—Digamos que somos un grupo de personas con una visión revolucionaría; con la visión de una Columbia liberada de las garras del Imperio, o de un mundo sin emperador, regido por normas más democráticas. Cuatro siglos de Imperio han sido más que suficientes.

—Son ustedes anarcolistas —concluyó el científico en una frase.

—Oh, por favor —dijo el hombre con un gesto de desdén —. No nos describa con esa palabra, somos más bien unos liberadores… Usted es nacido en la provincia de Venezuela ¿verdad? Y ha pasado parte de su vida en Cuba… ¿No le gustaría ver independencia en esa parte del mundo?

—¿Independencia de quién? —replicó Carbenejas—. Yo entiendo poco de política, mi trabajo tiene más que ver con la funcionalidad practica de algoritmos matemáticos…

—Ah, no me intente confundir con esa jerga seudocientífica —dijo su interlocutor—. Sabe también como yo que sus teorías tienen implicaciones militares.

—No se…

—¿Por qué no simplemente probamos esa maravillosa máquina suya y salimos de dudas? —dijo entonces—. Ahí la tiene, ya conectada a la red, puede consultar lo que desee. Si no me equivoco, ya tiene además su propia clave de acceso.

Carbenejas lo miró sorprendido. ¿Cómo sabía ese hombre lo que había hecho en la habitación del hotel? Obviamente, si lo habían secuestrado, era que también tenían controlados los movimientos del doctor Tullides. Intuyó que en todo aquel asunto había una conspiración que iba más allá de sus investigaciones personales. Dudó, pero finalmente se sentó frente a la máquina y ante los ojos curiosos del hombre activó su interface por teclado, introdujo su nombre y la clave que había memorizado y procedió a realizar las preguntas que su secuestrador le pedía con la esperanza de salir de aquel desagradable embrollo.

* * *

El sargento Francisco Ondovilla era un hombre que a sus más de sesenta años todavía se mantenía duro y lúcido como una buena mula, delgado, no muy alto y con los pocos pelos que le quedaban peinados hacía atrás, con una de esas miradas donde los ojos negros parecen dos tizones de carbón ardiendo; había sido uno de los encargados del entrenamiento de los cadetes durante aquel duro año y era un veterano que había servido en México, Marruecos, Filipinas, Cuba y líder en la lucha de cuanto crimen organizado había habido en Madrid y alrededores. Con más de cuarenta años en el cuerpo de Alguaciles, no se retiraba y se decía que nunca había optado por puestos de oficial porque le gustaba estar en la calle en medio del vulgo y repartir ostias de cuando en cuando, todo en bien de la justicia del Rey.

Y en esos momentos Joannes Salamanca y Pancho Santaluña lo tenían frente a ellos, callado y masticando aquel hediondo tabaco que tanto le gustaba escupir en todas partes. Su mirada era de pocos amigos.

—Así que me estáis diciendo —comenzó a decir calmadamente sin dejar de masticar el tabaco—, par de gilipollas, que fuisteis a una reunión con un presunto secuestrador en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad armados únicamente con vuestras toledanas.

Joannes tragó saliva antes de decir.

—Afirmativo —dijo con una sombra de su voz.

—¿Qué dices, Salamanca? No te oigo —insistió el sargento.

—Que efectivamente, fuimos tan estúpidos como para ir armados solo con las toledanas.

—Ah.

El hombre se levantó de la silla y se dirigió a la ventana; estaba lloviznando y la calle empedrada brillaba bajo la luz de las farolas. Serían como las doce de la noche y estaban en la casa del sargento, pues era el único en el que se atrevían atrevido a confiar todo el entuerto.

—¿El doctor Tullides irá a buscar al cubano el lunes por la mañana, si mal no recuerdo?

—Sí —confirmó Joannes, dando vueltas al sombrero en las manos—. Se supone que si Carbenejas salía del hotel, no debía quitarle ojo de encima.

—Lo que evidentemente no hiciste —rumeó el viejo en señal de reproche—. En fin, al menos tenemos hasta el lunes para encontrar al hombre y a su bendita máquina cabalística.

Los dos amigos intercambiaron una mirada; al menos eso significaba que el sargento no los iba a reportar directamente al teniente.

—Esto supera mi liga —dijo finalmente—, pero sé de alguien que nos puede ayudar… Si hacemos esto Joaness, quedarás en deuda con este hombre el resto de tu vida… Puede que algún día te pida hacer algo que no te agrade. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Joannes asintió.

—Pongámonos entonces en camino —dijo el sargento juntando las manos con fuerza—. Pero antes, dejadme colaborar con algo más, par de gilipollas.

Abrió con llave un enorme gabinete que estaba al fondo del cuarto: dentro, sobre un fondo forrado en terciopelo rojo posaban armas de todo tipo; el viejo tenía un arsenal privado, desde curvados cuchillos hasta pesados trabucos de infantería. Tomó un revolver enorme de tres cañones y se lo dio a Joannes.

—Es uno de los nuevos Villegas 450, todavía no ha salido al mercado —dijo el veterano revisando el cilindro—. Calibre cuarenta y cinco, siete balas. Nunca lo he usado porque me temo que el retroceso me tiraría al suelo como un mosquito… Sin embargo, un hombre de tu tamaño podrá manejarlo.

Joannes sopesó el arma, sonriendo como niño con juguete nuevo.

—Ten cuidado con ese pedazo de artillería —le advirtió el viejo alguacil—. Es un revolver de acción doble, lo que significa que no necesitas amartillar antes de disparar, sino que el propio gatillo al ser presionado monta el martillo. Dispara y suena como un cañón.

—Tu y yo —dijo señalando a Pancho— llevaremos un par de buenos trabucos Le Gobb.

—¿Chatinas? —dijo Pancho, usando el sobrenombre por el que conocía esas armas cortas de gran calibre, capaces de detener de un impacto ingenios mecánicos.

«Por la Virgen de Guadalupe», pensó al tomar el arma. «Si vamos tan armados es que el viejo soldado espera problemas serios.»

El sargento terminó repartiendo las municiones y cargando extras en una mochila.

—En marcha —dijo poniéndose un chubasquero y calándose su viejo sombrero—. Creo que será menor que vayamos en mi coche, aunque esté lloviendo, al menos no tiene el símbolo de la alcaldía estampado a un lado.

Salieron al garaje techado por la puerta de la cocina; ahí, en medio de todo tipo de cachivaches, cubierto con una sucia lona, estaba el automotor más viejo que Joannes había visto en su vida. Ni siquiera en la sierra en sus tiempos de mozo pastando vacas había visto algo como aqeullo; era grande y aparatoso como un camión pero tenía solo cuatro puestos detrás de una enorme máquina de hulla, casi tan grande como la de un viejo tren de vapor. Debía de llevar uno de los primeros motores Écija que se habían construido.

—Pancho —dijo el viejo rebuscando en el cofre que hacía de maletero—, necesito que me hagas el favor de encender el motor de arranque. —Y entonces tomó la enorme llave en forma de S—. Hace tiempo que no lo enciendo y ya estoy muy viejo para ese trajín.

El mexicano tomó la llave resignado, la colocó frente a la máquina, justo debajo del radiador y comenzó a girar con fuerza la manivela. El sargento se puso al volante y le dio algo de pedal; después de un par de minutos, con Pancho transpirando, arrancó en medio de una nube negra y sonidos entrecortados.

—No estaba muy seguro de que tuviera hulla sufíciente —dijo el sargento dándole unos golpecitos al medidor del tanque.

Pancho abrió los enormes portones de madera del garaje y en medio de una llovizna suave de esas que no mojan pero empapan salieron a la noche fría de un Madrid sórdido y oscuro. Se calaron sus capas y sombreros; el coche no tenía ni siquiera lona para cubrirlos.

A aquellas horas de la noche, la una y veinte de la madrugada según el reloj de Joannes, Madrid parecía otra ciudad, desaparecida entre los clarooscuros de las luces de gas y las calles vacías y sin apenas tráfico. Tomaron la recién inaugurada Gran Vía, con sus aceras anchas y sus edificios magníficos y pomposos, muchos de ellos todavía en construcción y solo ahí, bajo la luz de las farolas eléctricas de Goya y Hermanos, C.A, colocadas sistemáticamente para dar un efecto total, la oscuridad pareció ceder un poco, más no así la soledad.

Entonces el sargento condujo hacía el Norte, por donde el Manzanares se había comenzado a convertir en un alcantarillado gigantesco y en una de esas introdujo el coche en la ribera delrío; minutos después lo detuvo al frente de unos de los oscuros túneles de mantenimiento.

—Hemos llegado —fue todo lo que dijo mientras se apeaba del vehículo ante la cara de asombro de los alguaciles jóvenes.

—No me iréis a decir, novatos, que tenéis escrúpulos ante un poco de mierda —volteó a decir ante la duda de los chicos—. Bastante mierda veréis en esta vida si seguís de alguaciles.

Se introdujeron por el túnel guiados por un faro de gas manual que el sargento había sacado del muy bien provisto maletero, en medio de olores indescifrables y ratas que huían de la luz. Caminaban a un lado del tunel, pues un canal de agua hedionda circulaba en medio. Después de un rato, la entrada ya no se veía, el sargento se paró frente a una corroída puerta de hierro colado y dio tres toques con una fuerza rítmica. Tuvo que repetir el proceso dos veces más antes de que del otro lado se escuchara el ruido metálico de una cerradura corriéndose y los oxidados goznes sonaran haciendo que a Joannes se le pusiera la carne de gallina. Un hombre de tez oscura, más bien un fantasma, asomó el rostro a la luz de la linterna y con una voz todavía más espectral dijo.

—Ah, Paco, eres tú, ¿Qué coño te ha picado a estas horas? —Y observando a los otros dos alguaciles agregó—: ¿Y quién coño son estos dos? —Esta vez el cañón doble de una escopeta se asomó entre las sombras, negro como la muerte misma.

—Tranquilo, Montalbán —dijo con calma el sargento, moviendo gentilmente el arma a un lado—. Estos dos pringados están conmigo. No te molestaría si no fuera porque el asunto es grave y requiero de tus… destrezas.

El hombre pareció calmarse y, poniéndose la escopeta al hombro, dijo:

—Pues entrad de una vez, el olor es terrible.

Cerraron la puerta a sus espaldas con un estrépito metálico que se oyó con eco en el estrecho pasillo; al fondo podía verse un bien iluminado espacio y ante la sorpresa de los novatos alguaciles había toda una vivienda ahí, calentada con un radiador de pared y pintada en tonos amarillos y azules pasteles. En vez del olor de las alcantarillas había un agradable aroma a comida, como de sopa con encurtidos.

—Estos son Salamanca y Santaluña —hizo el sargento las presentaciones—. Y aquí el amigo es Montalbán.

—Hay un poco de lentejas con chorizo en el pote —dijo el taciturno hombre—. Si nos lo repartimos con pan, llega para todos.

No había sillas, pero los cuatro hombres se sentaron alrededor de una mesa baja y comieron en silencio, agradecidos por el potaje, sobretodo Joannes que acababa de recordar que no había comido nada desde el incidente en la tasca y estaba ya famélico y de mal talante. Con el estómago lleno observó de reojo a Montalbán: tendría unos cuarenta años y la contextura de un obrero, sin ningún rasgo que lo hiciera notorio en medio de una plaza o en el palco del teatro. Sin saberlo, intuyó que el hombre era de los oficiales de inteligencia militar que trabajaban desapercibidos en la calles, siempre a la caza de información.

—Pues ya me contaréis que os ha traído por aquí —dijo el hombre sacando una botella de orujo y cuatro vasos.

Solo entonces Joannes notó que al hombre le faltaba la mano derecha y que se las apañaba con habilidad con solo el muñón.

—No estoy seguro de lo que ocurre —comentó el sargento y después contó brevemente el preámbulo de toda la historia de Joannes.

El hombre se bebió su aguardiente de un trago antes de cabecear y decir.

—Me sonaría como un simple caso de secuestro, criminales comunes —y chasqueó la lengua—, si no fuera porque está involucrado el Secretario de la Academia de Ciencias. Algo huele más podrido que las alcantarillas de ahí afuera.

El hombre se levantó y caminó hacía a un secreter a su lado. A levantar la tapa revelo algo insólito en aquel lugar: un aparato de telégrafos.

—Vamos a preguntar un poco sobre ese doctorcito cubano —dijo mientras tecleaba con habilidad el código Morse—. En fin —dijo al terminar—, esto puede tardar un rato, será mejor que descanséis las horas que quedan para el alba… necesitáis fuerzas para mañana. —Con esto se dirigió a un catre que había al fondo, se tapó con una gruesa cobija y procedió a seguir durmiendo como si nadie lo hubiera interrumpido.

El sargento miró a los novatos, hizo un gesto con los hombros y procedió a soplar el candín; la oscuridad los envolvió con una paz insonora, solo interrumpida por los ronquidos del hombre al fondo. Joannes se arrimó a un rincón, sintiendo todo el cansancio del mundo en el cuerpo, los moratones, la costra de sangre del labio partido, la cabeza dándole vueltas y preguntándose cómo carajo se había metido en esta situación. A los cinco minutos se quedó también dormido profundamente, soñando con pastos verdes y flores amarillas.

Despertó de improviso al sentir el ruido de sus compañeros en el cuarto, vio en su reloj de bolsillo que eran las seis de la mañana y se preguntó cómo carajo habían pasado las últimas cuatro horas tan rápido.

—¡Vaya jeta que tiene, carnal! —le comentó Pancho al verlo.

Olía a café fuerte; al fondo Montalbán y Ondovilla conversaban en voz baja ya con tazas en sus manos. Pancho se sirvió una buena taza y le dio otra a su amigo.

—No ha llegado nada todavía —dijo el hombre, que se veía tan taciturno como la noche anterior—. Pero… mientras esperamos la información, ¿por qué no vamos a visitar esos amigos tuyos del mesón donde todo comenzó? Me imagino que no tendrás problema para guiarnos hasta ahí.

—No me olvidaré de ese sitio el resto de mi vida —contestó el hombretón sorbiendo el café caliente.

Montalbán tomó entonces un maletín de repujado cuero negro con hebillas de bronce, parecido al que usan los médicos y revisando dentro, sacó un reluciente garfio de acero y ante la sorpresa de Joannes, procedió a insertárselo con un mecanismo a su muñón.

Salieron del alcantarillado a la luz del día, que les pareció deslumbrarte después de haber estado en tan inusual vivienda.

—¡Válgame Dios, Paco! —exclamó Montalbán al ver el viejo autocar—. ¿Todavía tienes está reliquia del siglo XIX? Joder… un Gomeznarro 90 ¿no te has enterado que ya hay nuevos modelos? —Y colocando su maletín negro en el asiento del copiloto, se sentó junto a él.

El viejo lo miró con malos ojos, le dio un toquecito cariñoso al capot y se subió sin decir nada. Afortunadamente había dejado de llover hacía rato y los asientos de cuero ya estaban secos, curtidos y llenos de arrugas como el rostro del sargento. Pancho siguió resignado la rutina del motor de arranque y los cuatro partieron como quien se dirige a un picnic, en medio de la bruma de la mañana y el humo negro del escape.

El mesón ya estaba abierto cuando llegaron; estacionaron el viejo Gomeznarro al otro lado de la calle y se bajaron caminando silenciosamente uno al lado del otro como si fueran una unidad de tercios del ejército.

—Salamanca —comentó Montalbán—, hazme el favor y no te quites el sombrero. —Sonrió de una manera siniestra—. No quisiera que el mesonero se perdiera la sorpresa de volverte a ver.

Dentro, la algarabía se sentía como la de un bar pero los olores eran agradables; el sitio estaba completamente abarrotado de obreros y vasallos que se dirigían a sus puestos burocráticos a primera hora de la mañana. Había una andaluza buena moza ayudando a servir y el mismo mesonero del día anterior, sudoroso y ocupado con los pedidos y los gritos de reclamos de los clientes. Joannes confirmó con un movimiento de cabeza a sus compañeros que ese era el hombre.

Se sentaron en un largo mesón cerca de la cocina y Montalban pidió cuatro desayunos completos: panecillos con nueces y aceitunas, mermelada, crema de chocolate con avellana, mantequilla, aceite y tomate, huevos, hummus, jamón cocido, una tabla de queso y una garra entera de café negro.

Comieron con asombrosa calma, apenas conversando entre ellos, en medio del bullicio de gallera de aquel sitio; al terminar Montalbán le hizo una seña al mesonero para pedir la cuenta y este se acercó presuroso sin sospechar nada.

—¡Pues esta cuenta la va a pagar el mismo hijo de puta que te pago ayer! —le gritó tomándolo de improviso por el cuello con su garfio y estrellando su cabeza contra la mesa, rompiendo el plato en mil pedazos junto a los restos de su desayuno—. ¿No te acuerdas aquí de mi amigo de la derecha? —Señaló a Joannes, que se había quitado el sombrero—. Pues tiene un prominente chichón que se acuerda muy bien de ti.

El mesonero bufó por liberarse del garfio de hierro inútilmente; la andaluza gritó y varios comensales se acercaron belicosos a ver qué pasaba pero bastó con que los alguaciles enseñaran los trabucos por debajo de los gabanes para que se quedaran tranquilos y volvieran a sus asuntos.

—¿Y bien? —preguntó Montalbán apretando más el cuello del hombre, que comenzaba a ponerse colorado.

—Llegaron… dos hombres —balbuceó el mesonero como pudo—. Después de hablar con el cubano, se fueron y me dieron un doblón de oro para que me hiciera el loco y me deshiciera del alguacil.

—¿Cómo eran esos hombres?

—Uno parecía un militar, un prieto alto… —El mesonero comenzó a toser—. El otro tenía porte elegante… un aristócrata quizás. No me pareció que se llevaran a la fuerza al otro y por ese precio bien pude tener mi bocota cerrada… ¡Juro por Dios que no se nada más!

Montalbán intercambio miradas con Ondovilla y después de unos segundos soltó el hombre, que rodó sofocado por el piso, mientras la andaluza trataba de reanimarlo en medio de sus lloriqueos.

—Vamos a preguntar por los alrededores —sugirió Montalbán—. Quizás algún vecino curioso haya visto algo más.

Los cuatro hombres salieron al unísono del mesón ante los todavía sorprendidos comensales, pero Salamanca se regresó un minuto después, se dirigió al mesonero, que apenas comenzaba a reincorporarse ayudado por la mujer y un ayudante de cocina, y sin ningún preámbulo le estampó un imponente puñetazo en la cara, partiéndole la nariz.

—¡La próxima vez de vas a burlar de tu puta madre! —le gritó señalándolo con un dedo, antes de darle la espalda y salir de nuevo del sitio.

Afuera lo esperaba pacientemente su amigo Pancho, que solo le dijo:

—El sargento y el Montalbán se han ido a preguntar de aquel lado; me indicaron que vayamos por donde está el callejón donde te despertaste achichonado. Que nos encontremos en dos horas donde el coche.

Joannes asintió ceñudo sin comentar nada; aunque se sentía mejor después de haber golpeado al bribón del mesonero, todavía estaba de muy mala leche. Fueron prácticamente de puerta en puerta, enseñando sus placas de alguacil de mala manera y preguntando a vecinos y chismosas si habían visto algo, sintiendo al mismo tiempo que aquello era inútil: nadie le decía nada a un representante de la Ley y el Orden. Regresaron al Gomeznarro como habían acordado y ya sus otros dos compañeros estaban ahí, apoyados en el coche y liando unos cigarros.

—Tampoco hemos tenido suerte —comentó el sargento al ver la cara de los novatos.

—Será mejor que regresemos a la cueva —dijo Montalbán refiriéndose a su hogar—. Es posible que ya tengan parte de la información que pedí y dependiendo de esta, podemos proceder.

Los cuatro subieron al coche y arrancaron en medio de una nube negra y ruidos de escape, brom, brom; el día estaba frio pero despejado, mostrando ese cielo azul de un Madrid sin mar pero que recuerda al mismo y tomaron por la avenida de la Castellana por estar más despejada de tránsito. El vehículo se detuvo a la altura de la calle Salgado, esperando su turno para cruzar, cuando Salamanca observó algo que le heló el semblante: en la misma calle pero en dirección contraria venía otro coche descapotable, un modelo de lujo con chofer de visera y cómodamente sentado en el asiento de atrás estaba un hombrecito al que enseguida reconoció, el Secretario de la Academia de Ciencias, el doctor Tullides.

Salamanca encogió lo más que pudo su corpachón en el asiento trasero, calándose el sombrero y tapándose el rostro, y vio pasar el otro coche al lado suyo, distinguiendo claramente el escudo del oso y el madroño pintado en la puerta, apenas a dos metros de distancia. Rezó para que no lo hubiera visto.

—¿No era ese el doctor Tullides? —preguntó de repente Montalbán, demostrando que sabía más de lo que aparentaba—. No te preocupes, Salamanca —añadió sonriendo—, que esa gente nunca se gira a ver a nadie en la calle, jojojo.

* * *

A las dos de la mañana el operador en turno escuchó la campanita de la máquina del telégrafo y se reincorporó con desgana a transcribir la nota. Como siempre, el mensaje era muy breve pero exigía urgencia; después de varios meses de estar trabajando para la recién creada Secretaría de Acción Remota sabía reconocer las prioridades.

Una vez con el mensaje escrito, procedió a perforar los discos metálicos que necesitaba para pasar la información a la enorme máquina autocabalista que tenía a su disposición en la habitación. El proceso le tomó menos de media hora pero sabía que, una vez introdujera los discos, la máquina tardaría horas en encontrar las referencias en la central y darle la información que pedían; se fue a recostar otro rato, más tranquilo, después de todo nunca le habían pedido buscar algo dos veces en una noche.

A las nueve de la mañana llegó el otro operador a sustituirlo y compartieron café negro con unos biscochos recién hechos que este había traído. En medio de su silencioso desayuno la autocabalista comenzó a hacer los ruidos mecánicos que siempre hacía cuando había encontrado algo.

—Algo que me pidieron anoche —comentó taciturno el primer operador—. Información sobre un tal José María Carbenejas, pura rutina.

—Me temo el día que cualquiera pueda obtener información de uno usando una autocabalista— replicó el otro con una mueca, mientras mojaba el bolillo con el café.

—Que va… estas máquinas solo las pueden pagar el gobierno y los muy ricos —rio el primero mientras sacaba los discos recién perforados por la máquina, los ponía en el lector y comenzaba a transcribir el resultado en una máquina de escribir normal, a mano.

—Vaya que curioso —comentó cuando ya había escrito la segunda página—. Además de la información normal sobre este sujeto, la máquina parece haber encontrado referencias cruzadas.

—¿Y que tiene eso de raro? —preguntó el otro curioso acercándose.

Los operadores raramente leían con detenimiento la información que le pedían, ellos eran simples mensajeros, algo especializados quizás por el uso de las autocabalas y el telégrafo, pero mensajeros a fin de cuentas; el contenido de los mensajes y de los reportes que producían les eran normalmente indiferentes.

—Que el mismo individuo del cual han pedido información, ha tenido acceso a una máquina autocabala —dijo el operador revisando la lectura de los discos—. Y por lo veo, muy recientemente.

—Anda, eso sí es peculiar.

—Este tipo es muy buen operador —dijo con sorpresa en su voz el primer hombre—. De hecho, es el más rápido que he conocido en mi vida… ¿Ves aquí los tiempos de entrada/salida de la información?… Las preguntas y las respuestas vienen casi seguidas, unas tras otras.

—Quizás tuviera los discos ya preparados de antemano.

—Aun así —dudó el primero—. Sabes también como yo que el tiempo que nos lleva perforar los discos y ponerlos en la autocabala es de varios minutos, es algo físico, la interface no puede procesar más rápidamente… y sin embargo…

—Tienes razón —afirmó el compañero revisando los registros—. Es como si estuviera escrbiendo las preguntas inmediatamente después de haber recibido una respuesta… ¿Cómo puede ser eso posible?

—No lo sé… pero voy a agregar mis comentarios a mano en este reporte —dijo el primer operador—. Quien sea que lo reciba podrá llegar a sus propias conclusiones.

—¿Has notado que el individuo se conectó desde dos direcciones autocabalas diferentes? —comentó el compañero.

—Si… No sé exactamente desde donde, pero por la correlación numérica con la que empiezan, 79.153. diría que son de Madrid.

El operador terminó de transcribir todas las preguntas y respuestas que había encontrado en su búsqueda cruzada de datos, metió las hojas mecanografiadas y sus notas en un sobre amarillo, lo cerró con cera, poniendo el sello de la Secretaría de Acción Remota sobre él y procedió a ponerlo dentro de un cilindro; después lo arrojó por uno de los tubos neumáticos que lo succionó inmediatamente, sabiendo que del otro lado, un mensajero lo recibiría y lo entregaría con prontitud al código postal escrito previamente en el sobre.

De regreso a la inusual vivienda de Montalbán, este le indicó al Ondovilla que se detuviera unas calles antes, junto a un buzón de correos, y procediendo cual cartero, uso una llave que llevaba para abrirlo; dentro había un único sobre amarillo.

—Al parecer ya tenemos noticias —dijo subiéndose de nuevo al coche y rasgando el sello procedió a leer las cuatro hojas que había—. Vaya… nuestro doctorcito ha resultado ser un individuo interesante. —Les pasó las dos primeras hojas a los alguaciles.

—Pues sí —murmuró el viejo haciendo una mueca de sorna—. El hombre tiene mejor curriculum vitae que tú.

—No entiendo mucho de esto —comentó Joannes torciendo el gesto después de leer las hojas—. Pero el científico tiene un proyecto encomendado por el mismísimo Rey.

Montalbán le hizo señas al sargento para que arrancará y se sumió en sus propios pensamientos, leyendo con detenimiento las páginas finales del informe y las notas garabateadas del operador. Más que las velocidades de las entradas/salidas de la autocabala, le preocupaban las preguntas que habían estado haciendo: preguntas sobre movimientos de tropas en el Caribe, sobre suministros, sobre armas, preguntas que denotaban un conocimiento, un plan. Pronto llegaron a la entrada del alcantarillado, dejaron el coche fuera y se volvieron a introducir en la semioscuridad del túnel.

—El operador nos ha dado la posible ubicación del secuestrado —dijo Montalbán tan pronto llegaron a su guarida—. Al parecer ha estado usando esa autocabala portátil suya.

Los otros tres hombres se quedaron mirándolo esperando que continuara.

—Vamos a ver que tenemos aquí —dijo desdoblando un enorme mapa de Madrid sobre el piso—. Estos números significan algo. —Tomando una pequeña libreta de notas, consultó las letras al horizontal y los números al vertical—. El mapa estaba dividido en cuadros.

—Hmmm, no son buenas noticias —dijo poniendo el dedo índice en una posición del mapa—. La dirección de la última conexión de la autocabala corresponde al Palacio de Santa Cruz.

Hasta los novatos sabía qué había allí, un largo edificio de ladrillo y granito con dos torres angulares: la sede del Ministerio de Ultramar.

—Esto confirma mis sospechas —dijo Montalban llevándose la mano al mentón como reflexionando—. Hay aquí otro departamento del gobierno involucrado, además de La Secretaría de Acción Remota.

—Ya… la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda —comentó el sargento, introduciendo su pulgar y dedo índice en la bolsa de tabaco que llevaba en el cinturón y haciendo una bola del tamaño de una canica.

—Me temo, pardillos —dijo Montalbán dirigiéndose a Joannes—, que esto va mucho más allá de un secuestro común. —Moviendo la cabeza, agregó—: Este Ministerio administra los territorios ultramarinos del Imperio y está relacionado obviamente con los Consejo de Marina, Guerra e Indias. Palabras mayores.

—Maneja también las Capitanías Generales de Ultramar —reafirmó el sargento comenzando a mascar el tabaco—. Es decir las de Cuba, Puerto Rico, Filipinas e Islas Marianas.

Joannes y Pancho intercambiaron miradas nerviosas; el sargento tomó la botella de orujo y sirvió cuatro vasos. Todo comenzaba a tener algún sentido.

—Salamanca… no entiendo cómo te dejaron vivo —siguió diciendo Montalbán tomando el trago que le servían—. Sin ti hubiéramos tardado semanas o meses en darnos cuenta de que alguien ha estado hurgando en los archivos nacionales de seguridad. Los más interesados son los anarcolistas o alguna potencia extranjera, los turcos quizás. Quien quiera que sea, con Carbenejas y su máquina autocabala matan dos pájaros de un tiro.

—Compadre —comentó Pancho dándole con el codo—. Si es usted un pinche suertudo, brindemos por eso. —Y procedió a beberse su chupito de un solo golpe.

—Quizás esperaban que simplemente informara sobre lo sucedido —comentó el viejo—. De ser así, el teniente a cargo hubiera esperado el lunes para informar a su vez y para entonces sería muy tarde.

—Dime, chico —dijo Montalbán dirigiéndose de nuevo a Joannes—, en vuestro breve encuentro ¿notaste algo particular en los acentos de los secuestradores?

Salamanca pareció pensar la respuesta:

—Uno de ellos, el noble, nunca me dirigió la palabra —dijo finalmente—. Pero el otro… el mulato con la pistola, ese no era español…

—¿Cómo hablaba? —insistió Montalbán—. ¿Tenía sonsonetes, seseos, supresión de sílabas?

—No estoy seguro, pero juraría que era colombiano, muy costeño.

—En el Ministerio trabaja mucha gente original de Suramérica, tiene sentido…

—¿Y entonces que propones que hagamos? —preguntó ansioso el viejo sargento.

—Descansaremos hasta que la noche nos cubra los pasos —dijo con confianza Montalbán observando a los demás a los ojos—. Entonces iremos a dar una vuelta por el Palacio. Aunque no tenemos la certeza de que no hayan movido de lugar al secuestrado y a la máquina, tendremos que arriesgarnos…

Los tres alguaciles asistieron casi simultáneamente, como los tres mosqueteros siguiendo a D’Artagnan. El hombre entonces abrió una puerta lateral que conducía a una gran alacena, llena de víveres hasta el techo; si alguna vez Madrid fuera sitiada, Montalbán sobrevivía meses sin salir a la luz del sol: había hay comida enlatada para un regimiento.

—¿Cocido o fabada? —preguntó tomando un enorme abrelatas.

* * *

Era una noche fría y de oscuros cielos llenos de estrellas y la fachada del Palacio de Santa Cruz, que ya disponía de la novedosa luz eléctrica, estaba completamente iluminada inclusive a altas horas, resaltando los chapiteles que coronaban las dos torres a tres pisos de altura y la Fuente de Orfeo, gorjeante en su cristalina agua. Ante la luz artificial, el rojo intenso del ladrillo de los muros contrastaba con el gris del granito del Guadarrama, el negro de la pizarra de los tejados y el dorado de las rejerías. La enorme entrada de tres puertas, con sus correspondientes balcones en el piso alto y el notorio escudo imperial esculpido en el hueco central, apenas estaba custodiada por un par de guardiamarinas con fusil, impecables en sus guerreras blancas y sus pantalones azul marino. Pero había una moderna tanqueta parada a un lado de la plaza, un Trubia blindado de seis ruedas, negro como la noche y con el escudo del Despacho de Marina e Indias pintado en sus laterales.

—Tiene montadas un par de Amelis —comentó el viejo con ojo avizor—. Usamos de esas en el 97 en Tánger, pero esta versión es más moderna. —Señaló con el morro, sin sacar las manos de la capa—. La torreta de ese tanque ligero tiene dos mitades articuladas, las cuales se pueden operar independientemente, cada una armada con una ametralladora, tch, tch. —Chasqueó la lengua—. Mala cosa, esas mierdas pueden disparar seiscientas balas por minuto.

—No creo que tengamos que enfrentar ese tipo de artillería ¡ejem, ejem! —carraspeó Montalbán—. Si todo va bien, ni nos verán.

—De todas maneras me pone nervioso —dijo Joannes observando el blindado con intensidad.

—Mira —dijo entonces Montalban hurgando en su inseparable maletín—. Tengo algo para que te quedes más tranquilo. —Le dio a Joannes una caja—. Son balas para tu Villegas. Están impulsadas por Cordita y en el interior del plomo lleva un núcleo de acero endurecido.

—¿Cordita?

—Pólvora sin humo compuesta de nitroglicerina y nitrato de celulosa —le explicó el hombre—. Un amigo loco ingles las hizo para mí, estas son calibre cuarenta y cinco, atravesarían cualquier blindaje como si fuera mantequilla. ¿Más tranquilo ahora? Bien, procederemos de acuerdo a lo planeado.

Los cuatro hombres cronometraron sus relojes de mano, sabiendo lo que tenía que hacer cada uno. Joannes y Pancho se dirigieron a la calle posterior, conocida como el Callejón del Verdugo, donde sabían había una entrada de servicio, un portón por donde pasaban autocoches con mercancía, papelería y hasta los paquetes de los discos sin perforar de las grandes máquinas de autocabala que el Ministerio manejaba. Montalban y el sargento cruzaron la ahora vacía plaza y siguieron por la Calle de Atocha, hasta llegar a la altura de la Iglesia de la Santa Cruz, a una calle de distancia. El Plan era sencillo y práctico: la idea era entrar al palacio y permanecer escondidos en alguna parte hasta las dos de la mañana y entonces actuar como equipo revisando las dependencias que parecían sospechosas. Si alguno encontraba al científico y o a su máquina, tenía que llevarlo afuera inmediatamente, tomar el coche que habían dejado en la Plaza Mayor y refugiarse en el Hotel Espedia, donde todo había comenzado.

—Ya sabéis —había advertido Montalbán por última vez antes de separarse—. No os andéis con contemplaciones. Esta gente son traidores al Imperio.

Como esperaba Joannes, el Callejón del Verdugo no estaba tan bien iluminado como el frente del palacio y el portón de servicio solo tenía un guardia para custodiarlo; tan pronto este se entretuvo revisando uno de los autocoches de servicio que llegaba, los dos alguaciles novatos se escabulleron en medio de las sombras y entraron protegidos por la cava del vehículo. Ya en el interior, el espacio tenía una rampa que daba a un almacén y una puerta que conducía a un pasillo, que siguieron hasta llegar a otra área plagada de pequeñas oficinas, la mayoría de ellas a oscuras; escogieron una de ellas al azar y se acurrucaron entre escritorios y sillas, esperando como zorros su momento.

Al mismo tiempo, Montalbán llamaba a uno de los portones de la iglesia de la Santa Cruz.

—No conocía tus inclinaciones religiosas —rezumó el viejo observando el campanario, que se alzaba a más de ochenta metros como la torre de un castillo neogótico.

—Ya sabes lo que dicen —contestó en voz baja Montalbán—. A Dios rogando y con el mazo dando.

Como si las palabras del agente fueran un código secreto, la puerta se abrió haciendo rechinar sus goznes y un monje dominico, un hombre mayor de rostro sanguíneo y barbas blancas apareció en sus sombras, vela en mano.

—La Paz sea contigo, hermano —dijo Montalbán sacándose el sombrero.

—Y contigo, hermano —contestó sutilmente el anciano reconociéndolo y dejándolos pasar.

Ya dentro del templo, el dominico cerró de nuevo el portón, les dio un par de linternas de vela, y los dejó con sus asuntos, haciendo sonar sus sandalias con eco por el vacío corredor mientras regresaba a su puesto de guardia.

La iglesia constaba de una sola nave con ocho capillas laterales, apenas iluminada por las velas del altar, dorado y magnifico, pero sus altas columnas de piedra blanca sobresalían con movientes claroscuros, transmitiendo ese sentimiento de sosiego que siempre dan estos espacios.

Montalbán se dirigió con confianza a la tercera capilla a la derecha, que no se diferenciaba en nada de las demás salvo la inscripción SEMPRONIVS ABBA LIBRVM labrada sobre la piedra del pórtico, y ahí, subiéndose al pequeño altar donde estaba la imagen de San Judas Tadeo, procedió a mover el hacha que la figura llevaba en su mano. Al bajarse, unos segundos después se escucharon inconfundibles sonidos de engranajes moviéndose y de piedras crujiendo y la pared a su lado se abrió ligeramente, dejando una apertura lo suficientemente grande para que pasara un hombre y mostrando un estrecho pasadizo y unas escaleras de piedra.

—Los Caminos de Dios son Misteriosos —parrafeó Montalbán introduciéndose primero e iluminado el paso con su lámpara.

Las escaleras bajaban de manera circular, introduciéndolos profundamente debajo del nivel de la calle, al menos veinte metros, y terminaban en un pasillo, más bien una cueva labrada en la roca viva, que más adelante se diversificaba en tres túneles más. El guía observó con detalle las letras sobre los túneles y señaló el primero a la izquierda, por donde ambos continuaron. Unos minutos después, que se le hicieron interminables al sargento Ondovilla llegaron ante otro túnel que subía-. Ahí Montalbán apoyó la linterna en un saliente del muro, dejó su maletín negro a un lado y calmadamente comenzó a liar tabaco con su única mano.

—Mejor esperamos aquí a que sea la hora acordada —dijo ofreciéndole otro cigarro al viejo.

Este último miró los techos bajos de piedra y los arcos de adoquines húmedos, que se extendían por fríos y desolados túneles, pero no dijo nada, encendiendo el cigarro y ofreciendo lumbre a su compañero.

—Hace siglos que los construyeron —comentó—. Para evitar la cada vez más desordenadas calles de Madrid, los sucesivos monarcas mandaron hacer esta red de túneles secretos. Comienzan en el Antiguo Alcázar y ahora están por debajo de todos los edificios importantes del centro. —hizo una pausa para darle una calada al cigarro—. No me pareció apropiado enseñárselos a los novatos, en cambio a ti, viejo amigo, te conozco de toda la vida.

—Y me imagino que este nos llevará directamente al Ministerio —señaló el veterano—. Si mal no recuerdo, el Palacio fue una vez cárcel real al servicio de la Inquisición.

—A una de las mismísimas celdas originales, justo debajo del segundo patio —confirmó Montalbán—. Pero siempre me pareció que el edificio es más apropiado para un príncipe que para criminales.

—Pensaba que las cámaras secretas eran parte de la tradición —dijo el sargento sacándose el sombrero para agitarle el polvo—, junto a los cuentos de fantasmas, duendes y diablos burlones.

—Bueno… ya ves, los diablos burlones existen, estás viendo a uno.

Ambos hombres sonrieron ante la frase; tenían una larga noche por delante.

* * *

Cuando finalmente sus relojes marcaron las dos de la mañana del domingo, la hora que Montalbán consideraba más oportuna para revisar el edificio, tanto Joannes como Pancho salieron de sus escondites y se dirigieron a la planta baja, y a la altura de las escaleras, sigilosos y en silencio, se separaron como había planeado. Pancho se quedó en el segundo piso y Joannes subió hasta el tercero.

El palacio estaba dividido por dos plazas internas y simétricas, de cuatro por cuatro intercolumnios, cubiertas por un abovedado techo de cristal. En el medio de una de ellas Joannes distinguió la estatua del Juan Sebastián Elcano, el primer hombre que había circunvalado el planeta en dirigible, levantada en su pedestal de mármol como un hombre de bronce, envuelta en claroscuros. El pasillo alrededor del patio era alto y amplio, con hermosas columnas dóricas, un espacio ahora vacío y que se antojaba enorme y sin uso práctico, al no tener docenas de chupatintas y administrativos recorriéndolos pero que sulfuraba la riqueza y el poder del Ministerio de Ultramar.

El alguacil revisí los grandes ventanales que daban a salones de conferencias y claustros, sin ver a nadie ni encontrar nada: hileras de máquinas de escribir o enormes autocabalas, símbolos de la moderna telentrópica, archivadores llenos de miles de documentos, mesas absurdamente largas rodeadas de barrocas sillas de terciopelo vinotinto, todo apenas iluminado por una o dos lámparas de escritorio que alguien había dejado encendidas, o detrás de pesadas cortinas imperiales.

Cuando ya había recorrido las tres cuartas partes del pasillo, bordeando todo el patio, le pareció ver luz al fondo, en una de las esquinas, justo al lado de una puerta cerrada: con sus ojos azules adaptados a la oscuridad, vio entre las sombras el uniforme de un guardiamarina parado firmemente frente a una farola.

No había manera de llegar hasta él sin que lo viera, así que tomó la decisión arriesgada de acercarse a grandes zancadas, después de todo las gruesas alfombras amortiguaban el resonar sus botas en el pasillo, y mostrar su uniforme de alguacil y su placa, ocultando su rostro entre el sombrero y la semioscuridad.

—Espero que no se haya quedado dormido, marinero — dijo con su vocezota cuando estaba enfrente del adormilado cadete, que se sobresaltó al escucharlo.

—¡No… señor! —se cuadró de pronto el guardiamarina; era un chico joven, pecoso, aproximadamente de su misma edad, que parecía tener cara de no haber estado nunca en ultramar.

—Debe estar alerta a cualquier hora, marinero —continuó Joannes mientras deslizaba su mano sobre la porra que tenía en su bolsillo—. ¿No tenía Usted orden de vigilar a la persona que está en esa oficina?

—¡Sí, señor! —contestó con entusiasmo el joven pero comenzando a preguntarse qué diablos hacía un alguacil a esa hora en el Ministerio.

Joannes, viendo la duda en sus ojos, no le dio la posibilidad de pensárselo dos veces y descargó la porra con toda su fuerza sobre su cabeza. El chico se derrumbó como un saco de patatas mientras al alguacil tomaba el fusil de sus manos.

La puerta estaba cerrada con llave, así que arrastro al cadete a la esquina y revisando las cartucheras de su cinturón, tomó las llaves que allí había. Probó la primera sin suerte, mirando constantemente sobre su hombro, y cuando intentaba con la segunda, el llavero completo se le resbalo nervioso de las manos y cayó sobre el piso, haciendo un ruido que le pareció estrepitoso.

Esperó unos segundos antes de volver a recogerlo, fusil en mano, atento a la mínima señal de movimiento, sus oídos alertas a cualquier sonido de pasos en la escalera, pero sucedió nada y al tercer intento la cerradura se abrió y entró a la habitación como una tromba.

José María Carbenejas lo miró sorprendido desde el otro lado del cuarto, sentado frente a su máquina autocabala y con montones de papeles y planchas de cobre perforadas a su alrededor; había un gran sofá de cuero repujado junto a otras dos sillas altas y estaba completamente solo, con el mismo traje negro y la camisa blanca inmaculada de dos días antes.

—Todavía no he terminado —dijo sin reconocer a Joannes y volviendo al frente de su pantalla.

—Soy el alguacil Salamanca —dijo el joven poniendo el rifle a un lado—. He venido a sacarlo de aquí.

El hombre lo miro sin comprender, como si lo viera desde un lugar muy lejano.

—Ha sido usted secuestrado. ¿Se encuentra bien?

—Nunca he estado mejor —contestó entonces el hombre y agregó dudando—: Aunque quizás estoy en el sitio equivocado para realizar mi trabajo.

—Eso creo yo —dijo Joannes tomándolo gentilmente por un brazo—. Ande, tenemos que salir de aquí.

—Espere… no me puedo ir sin mi máquina.

Procedió con rapidez a guardarla de nuevo en su maletín rodante. La maquina hizo los mismos extraños sonidos mecánicos que Joannes había escuchado antes y se contrajo a sí misma. Carbenejas se puso su sombrero de copa y se prepararon para salir.

En ese momento la puerta se abrió de golpe; del otro lado estaba el moreno alto que Joannes había visto por primera vez en el barrio judío.

—Vaya, vaya, que tenemos aquí… —dijo el esbirro con una sarcástica sonrisa en su rostro lleno de cicatrices mientras procedía a sacar su revólver.

Para su sorpresa, el joven alguacil fue más rápido sacando el Villegas.

—Qué vaina —dijo con el revolver en su mano pero sin llegar a apuntarlo—. El novato se ha traído un buen hierro. —Sus ojos achicados y fijos observaban con detalle a Salamanca.

—Tira el arma a un lado… y quédaaate quietecito —dijo Joannes con voz temblorosa pero sin dejar de apuntarlo con el Villegas.

—Sabe que le digo… —contestó el moreno ladeando la cabeza—. No creo que tenga los guevos de disparar. —Su mirada se endureció—. Primero porque dudo mucho que haya usado ese… pedazo de revolver antes; segundo porque si lo hace el ruido atraerá toda la guardia que hay en el Ministerio… y alguacil o no, los guardiamarinas dispararan primero y preguntaran después.

Durante un largo segundo ambos hombres mantuvieron sus miradas; solo sus respiraciones agitadas parecían escucharse en aquel cuarto, solo sus corazones palpitando con furia, sin pensamientos.

Y de pronto el moreno yacía al otro lado del cuarto, el pecho cubierto por una mancha oscura de sangre que se iba alargando más y más, los ojos abiertos por la sorpresa, sin vida. El Villegas todavía humeaba por el cañón. El hombre había tenido los reflejos de disparar y una bala había rozado la cabeza del joven alguacil para terminar de encajarse en el muro a su espalda.

—Al parecer —dijo en voz baja Carbenejas, tomándole el brazo para que bajara la todavía humeante arma—, el hombre lo subestimó.

Joannes le devolvió una mirada vacía, la boca entreabierta sin decir nada: era la primera vez que mataba a hombre, y aunque este quizás se lo merecía, el simple hecho lo había dejado abrumado. Segundos después guardó el arma en la sobaquera y salieron al pasillo.

Se escuchaba una conmoción en la lejanía, pero Joannes no acertaba a definir de dónde provenía, así que se decidió a bajar por las escaleras hacia el segundo piso, intentando llegar de alguna manera al área del almacén por donde habían entrado.

El mexicano le salió al paso.

—Compadre —le dijo con los ojos muy abiertos observando a Carbenejas a espaldas de Joannes—. Ha hecho usted más ruido con esa cosa —señaló al revolver— que el campanario de iglesia de la Santa Cruz.

—No tuve más remedio —contestó agitado el joven alguacil—. ¿Podremos salir por dónde entramos?

Como respondiendo su pregunta, vieron un pelotón de guardiamarinas guiados por un oficial subiendo las escaleras del primer piso. Alguien tocó el cornetín de órdenes y las luces eléctricas se encendieron, dejándolos completamente al descubierto; comenzaron a correr hacía el otro patio pero otro grupo de soldados venía por el corredor que los comunicaba y tan pronto los vieron abrieron fuego graneado.

No tuvieron más remedio que meterse en uno de los claustros y agazaparse entre escritorios y sillas, dejando pasar la primera andanada de balas antes de responder; Joannes disparó hasta que acabó con sus cinco balas, mientras el mexicano usaba el mortífero mosquetón Le Gobb, pero era obvio que eran solo dos hombres, dos soldados de raídas pecheras contra muchos y que tarde o temprano se les acabarían las municiones o los acorralarían.

Los disparos relampaguean y el olor a pólvora comenzaba a llenar los pasillos y el patio, entre gritos de oficiales y guardiamarinas, que comenzaron a ganar posiciones a ambos lados del pasillo. Pero entonces, de algún lugar, alguien comenzó a tirar granadas de humo y todo el ambiente se enrareció entre la humarasca y la pólvora. Ni siquiera con las luces eléctricas se podía ver más allá de dos metros. En medio de aquella confusión aparecieron Montalbán y el sargento

—Menos mal que os dije que pasarais desapercibidos —dijo en tono de protesta el primero mientras seguía sacando granadas con su única mano del maletín negro—. menuda habéis armado.

—Pero ¿de donde salieron todos estos guardiamarinas? —preguntó Joannes, azaroso pero alegre de verlos.

—El Ministerio siempre tiene un pelotón de guardia, pardillos —contestó el sargento agazapándose detrás de un escritorio y masticando tranquilamente tabaco—. Y este grupo debe tener órdenes muy precisas.

—Tendremos que salir por la puerta principal —dijo Montalbán—. No veo alternativa: para salir al callejón o por donde entramos tendríamos que pasar por encima de ellos. ¿Dónde está el doctorcito?

El pobre científico yacía arrodillado detrás de una columna, agarrando con fuerza la valija, no sabiendo quien protegía a quién, la máquina al hombre o el hombre a la máquina; con los ojos cerrados y la mandíbula tensa mientras apretaba los dientes hasta hacerse daño. Había perdido el sombrero de copa en algún momento.

—Salamanca, llévalo tú, detrás de nosotros —le ordenó el sargento—. Y cualquier cosa que pase, no os detengáis hasta llegar al coche.

Las escaleras salían directamente a la entrada principal, y aunque la idea no parecía buena, cuando el humo se dispersara los guardiamarinas los agarrarían en fuego cruzado de cualquier manera. Bajaron agazapados y corriendo lo más que pudieron, no encontrado a nadie más a su paso.

Y entonces, cuando ya habían salido a la plaza, pensando que había dejado lo peor atrás, escucharon un ruido atronador, como de mil tambores resonando juntos, un martilleo seco y crepitante que los impactó con sonido y furia y el infierno se desató en la tierra. Del otro lado de la plaza, acercándose lentamente, la tanqueta disparaba usando sus ametralladoras de doble torreta. Las balas silbaban y aullaban trazando líneas de fuego en medio de la noche y la luz menguante, destrozándolo todo a su paso: puertas, ventanas, y hasta las columnas de granito que soltaban trozos grandes como pedruscos.

Joannes apenas tuvo tiempo de arrojarse a un lado, empujando al científico y a su valija con él, pero al ver que las balas impactaban al sargento, que había sido empujado hacia atrás como si lo hubieran jalado como un resorte gigante, se levantó enloquecido, y corriendo a un lado de la tanqueta, descargó su Villegas a la altura de la torreta y el conductor hasta que su cilindro giró vacío.

El blindaje del Trubia era considerable pero no contra aquellas balas de acero endurecido con las que Joannes había recargado el Villegas, y mostró los huecos de los impactos humeantes antes de seguir su rumbo unos segundos más y terminar por estrellarse estrepitosamente contra un muro hacia la esquina de la calle Alcalá, echando humo y silenciando sus ametralladoras.

—¡Andale, güey, eso fue muy temerario! —gritó el mexicano incorporándose a duras penas.

Montalbán ya estaba arrodillado al lado del sargento y los jóvenes alguaciles no tuvieron que ver su rostro sombrío para saber que el viejo estaba muerto, segado por una línea de balas. Paco se había ido como habría vivido, enfrentando la muerte en un campo de batalla.

—Llevaos al científico —fue todo lo que dijo el hombre con un susurro.

Los novatos intercambiaron miradas, escucharon el ruido de los guardiamarinas reorganizándose dentro del Palacio, y tomando a Carbenejas casi a rastras, salieron corriendo en dirección de la Plaza Mayor, donde habían dejado el coche.

Esta vez el mexicano se sentó de chofer y Joannes movió la palanca del motor de arranque con todas sus fuerzas, mientras el pobre venezolano se tiraba de cualquier manera en el asiento trasero, llevando su valija con él. Arrancaron precipitadamente pero en vez de salir de la Plaza Mayor hacia la Gran Vía se dirigieron nuevamente a la Plaza de Santa Cruz.

Montalbán venía corriendo como podía, con el cuerpo del sargento sobre su hombro y los guardiamarinas disparando a la distancia. Joannes devolvió el fuego con lo que le quedaba de las municiones normales del Villegas, mientras que el Gomeznarro se detenía a su lado, bufando como una vieja locomotora, y el hombre se subía. El agente asintió agradecido, su rostro sudoroso por el esfuerzo, y todos juntos partieron de regreso al Hotel Espedia, donde todo el turbio asunto había comenzado. Eran las cuatro de la mañana. La balas todavía silbaban a su alrededor cuando cruzaron hacia la avenida, perdiéndose en la distancia.

* * *

A las nueve de la mañana del lunes, el doctor Tullides, Secretario de la Academia de Ciencias del Imperio Español, apareció puntual en el elevador del ático del hotel y observó al alguacil sentado a la salida. La coraza de cuero y su sombrero de ala ancha con plumas no se veían tan lustrosos como la primera vez y el chico lucia como si no hubiera dormido nada el fin de semana, pero se levantó raudo en posición firme. Tullides apenas lo saludo con un gesto de cabeza y procedió a tocar en la habitación.

Le abrió un José María Carbeneja taciturno, que tampoco parecía haber dormido mucho, pero que mostró una sonrisa amplia en su rostro bronceado.

—Buenos días ¿todo bien? —le dijo Tullides entrando y cerrando la puerta a su espalda—. ¿Ha sido todo a su satisfacción?

—Mucho mejor de lo que esperaba —contestó Carbeneja regresando a frente de su escritorio—. Pero me temo que no tengo terminada la presentación que tenía planteada. Vera… creo que el viaje me afecto más de lo que suponía.

El académico le dio una larga ojeada al cuarto; las cortinas del balcón estaban abiertas, la cama parcialmente deshecha y un largo carrito yacía al fondo con una bandeja de plata sobre él, sobre el que había una cafetera todavía humeante, tazas y deshechos croissants sobre blanquísimos platos de fina cerámica.

—Oh, cuanto lamento escuchar eso —dijo el doctor diplomáticamente—. Pero no se preocupe, estoy seguro que con solo mostrar lo que su máquina autocabala puede hacer, será más que suficiente. Su interface textual, sin discos perforados, es de por sí una maravilla de la ciencia.

—Ya veo… —dijo Carbenejas y su mirada pareció perderse en un horizonte que no había ahí—. Sí, por supuesto, siempre puedo improvisar.

El científico procedió entonces a desconectar la máquina de la pared y a guardarla de nuevo, junto a docenas de placas perforadas de cobre, se puso su abrigo y dándole una última mirada a la habitación, se dispuso a acompañar a Tullides: después de todo, no se podía hacer esperar al Rey.

—¿No se olvida usted de su sombrero de copa? —preguntó Tullides curioso.

Carbenejas lo miró confundido.

—¿Mi sombrero de copa? —dijo nervioso.

—Oh, no importa —dijo el académico con un gesto de desdén, pensando que estos científicos siempre eran distraídos.

Llamaron al ascensor.

—Muchas gracias por su… compañía, alguacil —dijo Carbenejas despidiéndose de Joannes—. Gracias a usted he tenido tiempo de pensar muy bien lo que voy a hacer.

El joven alguacil se levantó y simplemente hizo un gesto caballeroso con su sombrero.

—Puede regresar a sus barracas —le dijo Tullides—. No necesitaremos más de sus servicios por hoy. —Y agregó antes de que el ascensor se cerrara—: ¡Y por el amor de Dios, dese un baño completo!

Joannes se relajó tan pronto desaparecieron de su vista, le dolían músculos del cuerpo que desconocía que existían y tenía un dolor de cabeza abrumador, pero entró en la habitación y se terminó de engullir los croissants que había dejado a medias, asomándose al balcón desde donde se veía este Madrid imperial, con sus conjurados y conjuras, preguntándose qué justicia tendría el sargento Francisco Ondovilla, que estaría masticando aquel hediondo tabaco en algún purgatorio reservado solo para los alguaciles.

* * *

Era un día muy azul de invierno, frio como la sierra, así que el noble decidió desayunar dentro de una de las cafeterías de la Plaza Mayor. Su rostro era largo y afilado, con la nariz aguileña y los ojos azules como el Caribe; desde el incidente con el científico y el desastre en el Palacio de Santa Cruz, había preferido pasar unas semanas de incognito, esperando que el ambiente se enfriara. No estaba nervioso, después de todo no había ninguna conexión directa entre los acontecimientos y su persona, y ya tendría otra oportunidad en el futuro de realizar sus planes.

Observó que un hombre manco se sentaba no muy lejos de él y por un instante intercambiaron saludos, como si se conocieran de algún otro sitio. A lo lejos, el mesonero ya venía con su acostumbrado café con leche, sus bolillos y un buen puro habano. Como los ingleses decían, no había nada como un buen desayuno para comenzar bien el día.

Entonces el manco se levantó en dirección del aristócrata pero esta vez en su muñón había adosado una pequeña pistola de dos cañones, lo apuntó y sin darle tiempo a reaccionar, le descargo dos tiros a bocajarro en la cabeza. Después, ante los gritos de asombro de los demás comensales, se acercó a la mesa y con pasmosa sangre fría tomó uno de los cuchillos de la cubertería y se cortó a un lado de la cara, donde tenía más de una cicatriz escondida por el sombrero.

—Una vida debe costar dolor —le escucharon decir antes de que abandonara la cafetería para siempre.

© 2014, Joseph Remesar. Reproducido con permiso del autor.