Gabriel Bermúdez, escritor wu-wei
Aprovechando que Viaje a un planeta Wu-Wei, uno de los clásicos indiscutibles de la ciencia ficción española, estrena nueva portada y una revisión de la maquetación, rescatamos este artículo de Rodolfo Martínez sobre la obra de Gabriel Bermúdez, un clásico cuya obra no ha perdido nada de garra con los años, más bien al contrario.
Aunque se habla de los años ochenta como de la década en la que la CF española despega (y justo es que así se haga, por cuanto a esa década nos da tres obras capitales del género como son Lágrimas de luz, de Rafael Marín, Sagrada, de Elia Barceló y Mundos en el abismo, de Juan Miguel Aguilera y Javier Redal), no está de más recordar los años setenta, que es donde empieza a forjarse el género en nuestro país tal como lo conocemos y va alcanzando poco a poco su edad adulta.
Y si hay un nombre imprescindible en esa década, es sin duda el de Gabriel Bermúdez Castillo.
En 1976, la aparición de su primera novela, Viaje a un planeta Wu-Wei, fue un claro toque de atención para los lectores, quienes sin duda debieron de preguntarse de dónde había salido aquel autor. No era su primer libro: cinco años antes había publicado una recopilación de relatos bajo el título de El mundo Hokun. Pero tal recopilación había aparecido bajo el seudónimo de Gael Benjamín y no sería hasta su reedición en 1975 (más bien, en realidad, un retapado y reencuadernado de la edición original) que la veríamos con el verdadero nombre del autor. Por otro lado, la difusión que tuvo fue tan escasa que a todos los efectos Viaje a un planeta Wu-Wei era para muchos lectores el primer libro de Bermúdez.
Sospecho que la reacción de la mayoría de ellos ante su lectura tuvo que estar teñida de una extraña mezcla de maravilla y perplejidad.
Maravilla porque ahí teníamos una excelente historia de aventuras, contada con buen pulso y a buen ritmo, personajes que enseguida se hacían entrañables y trama que poco o nada tenía que envidiar a las que nos venían, traducidas, de los Estados Unidos.
Y perplejidad porque, en un momento donde el modelo dominante era el anglosajón (sobre todo el americano), la voz de Bermúdez destacaba con fuerza por lo distinta; sus temas podían ser los habituales en la ciencia ficción (aunque incluso eso es discutible) pero no así su estilo. La limpieza, elegancia y funcionalidad de su prosa, la «eficacia narrativa» de la misma lo entroncaban con la literatura popular del siglo XIX, pero no tanto la escrita en lengua inglesa como, sospecho, en francés. No en vano Jules Verne es uno de los iconos principales de Bermúdez, auténtico experto en la vida y obra del autor de Nantes.
Su mirada irónica, punzante e irreverente en ocasiones, cariñosamente socarrona otras, lo entroncaba por otro lado con dos tradiciones literarias netamente españolas: la picaresca y el costumbrismo. Con pinceladas breves y vigorosas era capaz de dibujarnos sociedades enteras y los individuos que las componían y la mirada que lanzaba sobre esas sociedades era, casi siempre, una mirada crítica: crítica feroz en ocasiones, crítica atemperada por la compasión en otras, pero siempre lúcida y afilada.
Maravilla y perplejidad siguieron siendo dominantes con sus siguientes novelas: el sorprendente experimentalismo de La piel del infinito; la chocante mezcla de relato legendario y feudalismo tecnológico de El señor de la rueda; la combinación, más chocante aún, de epopeya espacial y novela picaresca de Mano de Galaxia; el desparpajo con el que se invierten los roles sexuales en El hombre estrella; la disparatada, pero verosímil, dictadura médica que describe en Salud mortal…
Y es que, si algo ha demostrado a lo largo de todos estos años Gabriel Bermúdez es que no construye novelas fáciles. O, mejor dicho, sí que lo hace. Fáciles de leer y fácilmente disfrutables, sin la menor duda. Pero bajo esa apariencia ligera hay un trabajo de construcción, de diseño narrativo, de superposición de capas y temas que no es en absoluto sencillo y que hace que su obra pueda ser disfrutada y degustada a varios niveles. Si sus novelas nos convencen y nos ganan enseguida en la primera lectura (lo cual no es sorprendente, Bermúdez es un narrador nato), es en la relectura donde nos van revelando poco a poco toda su complejidad. En un mundo de literatura de consumo rápido, de usar y tirar, de leer, olvidar y pasar al siguiente libro, la obra de Bermúdez Castillo permite, incluso exige, la degustación repetida, el volver a ella para captar todos esos sabores y aromas que la primera vez, atrapados por el ritmo endiabladamente ameno de la peripecia, no captamos del todo.
Se ha escrito mucho sobre sus principales características como escritor y fue Julián Díez quien lo definió, de un modo bastante certero, como el primer posmoderno de la ciencia ficción española. Sin duda, el modo en que revisita algunos temas clásicos de la ciencia ficción y lanza sobre ellos su mirada irónica y mordaz, tiene su aquel de deconstrucción posmoderna. El amor de Bermúdez Castillo por los escenarios y los personajes que crea no es un amor inocente que todo lo perdona y oculta sus defectos; al contrario, pues es centrándose en esos defectos como el autor consigue que también nosotros nos enamoremos de sus creaciones. Los héroes de Bermúdez Castillo tienen los pies de barro, como también las sociedades en las que viven.
Y eso me lleva a la que, quizá, es su principal característica como escritor, aquélla que lo define de un modo más certero y preciso.
Me refiero al modo en que casi todas sus novelas son una especie de experimento sociológico. Las sociedades que nos describe son, a menudo, sociedades extrañas, aberrantes, que se han apartado del modelo dominante y que van un poco por su cuenta sin importarles lo que haga el resto del universo. Algunas de esas sociedades nos parecerán sofocantes, encontraremos otras tremendamente liberadoras y puede que veamos en muchas de ellas un reflejo deformado, pero curiosamente certero, de nosotros mismos y nuestro mundo.
En Viaje a un planeta Wu-Wei nos describe una sociedad de claros tintes anarquistas e ideología vagamente ecologista que se opone a la vida frenética y ultratecnificada de la ciudad flotante que hay sobre el planeta. Una vida, además, bombardeada a todas horas por la publicidad y donde los aspectos más humanos de la misma van perdiéndose poco a poco a medida que las máquinas y los automatismos se van ocupando de todo.
En El señor de la rueda, asistimos a un sorprendente «feudalismo de carretera», como si los guiones de Easy Rider y Los caballeros de la mesa redonda se hubieran mezclado y barajado en uno solo. La sociedad descrita en la que es, posiblemente, su novela más divertida e iconoclasta parece un artefacto ensamblado con piezas totalmente disímiles y que, sin embargo, funciona.
En Salud mortal nos presenta una España de futuro cercano que, a la vista de los últimos acontecimientos, quizá no sea tan descabellada, después de todo. En realidad, el autor ya nos había mostrado un atisbo de esa misma sociedad en uno de sus mejores relatos: «La última lección sobre Cisneros». Al utilizarla también de telón de fondo de su novela, la amplía y la vuelve más compleja y, también, más terrible. La dictadura médica que describe, mezquina y ramplona, mediocre y gris, podría haber sido imaginada perfectamente por Antonio Machado y quizá lo fue cuando escribió aquello de «la España de charanga y pandereta / cerrado y sacristía / devota de Frascuelo y de María / de espíritu burlón y de alma quieta». Las imágenes no son las mismas, el lenguaje no es el mismo, pero ambos describen a la perfección una parte oscura, cerril y vulgar de nuestro país que, desde el siglo XIX (o quizá desde antes), ha lastrado el carácter y la sociedad españolas como una rémora.
En Mano de Galaxia nos describe lo que, a primera vista, parece el más descabellado golpe de estado jamás concebido. De nuevo, la mirada mordaz del autor se derrama sobre una sociedad llena de contradicciones que lleva dentro las semillas de su propia destrucción. Sin duda una de las novelas más ambiciosas de Bermúdez, en ella experimenta una y otra vez con los distintos puntos de vista y las voces narrativas, como si la historia fuera un puzle armado a partir de piezas que no parecen encajar del todo hasta que la mente del lector las asimila todas.
Obra menor, pero no carente de interés, es El hombre estrella, en la que invierte los roles de género tradicionales de occidente. Es quizá su novela más descaradamente paródica, y sospecho que la que peor ha sido entendida.
No acaba ahí la obra de Bermúdez Castillo, por supuesto. Ahí están las novelas El país del pasado, Espíritus de Marte, Los herederos de Julio Verne o Demonios en el cielo.
Y no olvidemos tampoco sus relatos. A menudo experimentales, siempre sorprendentes, han sido publicados de un modo bastante disperso y, aunque las antologías El mundo Hokun (recientemente reeditada por la Biblioteca del Laberinto) e Instantes estelares recogen muchos de ellos, aún quedan unos cuantos que merecerían ser recopilados en un volumen. De hecho, me apresuro a añadir, un omnibus que recogiera toda su narrativa breve está empezando a ser algo obligado y, tarde o temprano, algún editor debería emprender esa tarea.
De «La última lección sobre Cisneros» ya he hablado brevemente más arriba. Es un relato triste y lleno de desesperanza, una historia sobre la futilidad y la impotencia del hombre frente al sistema y el modo en que las cifras, frías e impersonales, destruyen vidas enteras en nombre de un «bien común» a menudo intangible cuando no directamente irreal.
Su relato más famoso quizá es «Cuestión de oportunidades», que ha sido calificado en ocasiones con cierta sorna como “el mejor relato de Robert Sheckley”. El chiste no es gratuito, pues sin duda Bermúdez Castillo comparte con Sheckley el carácter iconoclasta y el humor mordaz, y posiblemente en este relato sea donde mejor se reflejan ambas características, de un modo alocado y salvaje, casi descabellado. El cuento nos arranca una sonrisa, cierto, pero tras ella nos hace, como siempre ha hecho la buena literatura, plantearnos una serie de cuestiones incómodas sobre nosotros mismos.
Con catorce libros publicados (algunos de ellos reeditados varias veces, algo totalmente infrecuente en la ciencia ficción patria) podría parecer que su obra no es muy numerosa, sobre todo si tenemos en cuenta que se prolonga a lo largo de casi cuarenta y cinco años (de 1971 es El mundo Hokun, su primer libro publicado).
Lo cierto es que la historia editorial de Bermúdez Castillo ha sido accidentada y llena de espacios en blanco que han durado años. Tras sus primeras novelas en los años setenta parece desaparecer del mapa (no del todo, merced a las reediciones) hasta finales de los años ochenta, donde vuelve con dos novelas para desaparecer de nuevo hasta la década siguiente, de nuevo con dos libros, y volver a guardar silencio hasta el año 2001. A nadie extrañara si digo que, una vez más, desaparece de escena hasta 2012. ¿Azares editoriales, momentos de desánimo del autor, una combinación de ambos factores?
Quién sabe.
En cada una de esas desapariciones, se lo ha intentado «jubilar» literariamente, sólo para que el autor dejara con dos palmos de narices a esos agoreros con su siguiente regreso a escena.
Es humano sentirnos atraídos por las novedades, por supuesto, y es normal que lo nuevo y lo moderno nos llame la atención, no seré yo quien lo niegue. Pero si tenéis un momento para acercaros a la obra de Gabriel Bermúdez, hacedlo, no os va a defraudar y encontraréis un autor sorprendentemente moderno. Quizá en parte debido a su naturaleza de francotirador solitario, ajeno a modas y corrientes.
Buena parte de su obra sigue al alcance del público, incluidos sus títulos más clásicos, reeditados en los últimos años por algunas pequeñas editoriales. Y para aquellos que gusten de leer en ebook, también podrán encontrar sus obras en ese formato.
No os vais a arrepentir.
Rodolfo Martínez