Rodolfo Martínez

Estamos en 1999. Me estoy preparando para una de mis ceremonias anuales: iniciar la redacción de una novela corta con destino al Premio UPC. Tengo algunas ideas en la cabeza, fruto de un intercambio de opiniones que por aquellos días estaba teniendo lugar en aefcf_cientec, la lista de correo que la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción mantiene para la discusión de los temas técnicos y científicos. Aquella conversación entre mis contertulios (en la que participé, sin embargo, como un mero espectador) hizo germinar en mi mente dos o tres ideas que parecían bastante prometedoras.

Inicié el trabajo y casi enseguida me di cuenta de que estaba creando, una vez más, una historia cyberpunk. A estas alturas ya debería estar más que resignado y, sin embargo, aún seguía mascullando juramentos entre dientes cada vez que el destino me gastaba la misma broma.

Hace bastante tiempo, a principios de los noventa, había manifestado que el cyberpunk como fórmula literaria estaba muerta y que, si bien había dejado su poso en la rama principal de la ciencia ficción, poco tenía ya que aportar. Afirmaba además que, ni como lector ni como escritor, me interesaba demasiado. Sin embargo, cuando estaba escribiendo La sonrisa del gato, que con el tiempo había de ser mi primera novela publicada, no tardé en comprobar, para mi pasmo, que estaba usando buena parte de los clichés e imágenes del cyberpunk. Cuando un año más tarde escribí «Un jinete solitario», traté de no ver que otra vez estaba usando elementos cyberpunks en la historia y, encima, haciendo que fueran elementos importantes de la trama, y no puro decorado. Cuando presenté al UPC mi novela corta «Este relámpago, esta locura» ya era inútil negarlo: el grueso de mi ciencia ficción desde 1994 se componía de literatura claramente cyberpunk.

Así pues, el destino parecía empeñado en hacerme tragar mis palabras y convertirme, a pesar de mí mismo, en el «autor español cyberpunk».

Pero volvamos a 1999: estoy escribiendo lo que más tarde se convertirá en El sueño del Rey Rojo pero que ahora mismo es, todavía, «El sueño del Rey Rojo»: no una novela, sino una novela corta con destino al UPC de ese año. La novela gira alrededor de tres personajes que se enfrentan a la trama de un cuarto para apoderarse del mundo (o algo parecido) mientras un quinto planea algo desconocido entre bastidores. Me llevó tres meses de trabajo y, al terminarla, estaba convencido de haber logrado uno de mis mejores textos. Lo corregí, lo imprimí y lo envié al premio UPC.

Y, como siempre ocurre, el jurado y yo no estuvimos de acuerdo. Esto, que puede parecer un mal chiste o un comentario arrogante, no lo es. De todas las veces que me he presentado al UPC, cuando más cerca he estado de ganar («Los celos de Dios» y «El alfabeto del carpintero» como finalistas y «Este relámpago, esta locura» como mención del jurado) ha sido con narraciones de las que no llego a estar del todo satisfecho y que no son lo mejor de mi producción en el terreno de la novela corta. Y, al contrario, las veces que he enviado al UPC mis mejores novelas cortas («Un agujero por donde se cuela la lluvia», «Un jinete solitario» y «El sueño del rey rojo») han pasado totalmente desapercibidas. Así, cuando mejor es una de mis novelas menos probabilidades tiene de llevarse el premio y cuando menos satisfactoria resulta para mí como trabajo literario, más se acerca al galardón.

Poco después, hablando con Julián Díez de «El sueño del Rey Rojo» le dije que, aunque en esos momentos era una novela corta (y bastante corta, apenas rozaba las sesenta páginas) llevaba un tiempo pensando en ampliarla y convertirla en una verdadera novela. Julián se mostró interesado. Se la envié, y, al cabo de un tiempo, me respondió con comentarios bastante elogiosos: me dijo que, sin duda, aún exigía mucho trabajo antes de poder considerarla terminada, pero que en teoría era un trabajo fácil; todo estaba en embrión en la versión corta y lo único que había que hacer era permitir que saliera a la luz. De hecho, Julián me comentó que aquella novelita, una vez alargada convenientemente, podía llegar a ser mi mejor trabajo de ciencia ficción en mucho tiempo. Me sugirió también que se la enviara a Alejo Cuervo, pues creía que el material podía interesarle.

Así lo hice. Y pude comprobar que Julián no se había equivocado. Alejo enseguida vio que de lo que le había enviado podía surgir una buena novela y me dijo que, si yo estaba dispuesto a trabajar en ella, él estaría dispuesto a su vez a publicarla.

Así pasamos los siguientes cuatro años. No de forma ininterrumpida, por supuesto, tanto Alejo como yo teníamos otras preocupaciones y actividades (en mi caso, retomar y finalizar mi novela de fantasía contemporánea Este incómodo ropaje -que acabó llamándose, sin embargo, Los sicarios del cielo, pero esa es otra historia-, que había iniciado en 1997 y que había abandonado cuando me faltaba poco para llegar a la mitad de la historia; y rematar Bifrost, una continuación de Tierra de Nadie: Jormungand que al mismo tiempo incorporaba algunas de mi mejores historias de Drímar), pero de un modo u otro, con diversas interrupciones y altos en el camino, Alejo y yo estuvimos implicados entre 1999 y 2003 en la conversión de «El sueño del Rey Rojo» en El sueño del Rey Rojo.

Alejo sugería revisiones o posibles ampliaciones de la historia y el entorno. Yo las aceptaba o las discutía. Ocasionalmente una sugerencia de Alejo me arrastraba por un camino lateral y terminaba dando con ideas que ni él ni yo habíamos pensado.

Creo que fue la primera vez que trabajé con lo que los americanos llaman «editor» y que en la jerga editorial española se conoce como «director literario» o algo parecido: una persona con la suficiente paciencia e interés por el texto para sentarse junto al autor (aunque en este caso fuera un «sentarse» metafórico gracias al correo electrónico) y trabajar con él en obtener el mejor texto posible.

Si El sueño del Rey Rojo se ha convertido en mi mejor novela de ciencia ficción, con una sensible diferencia de calidad respecto a las anteriores (y yo creo que sí que lo ha hecho) es, por supuesto, gracias al trabajo duro y a un empeño personal en que así fuera. Pero sería un ingrato si no reconociera que también Alejo ha tenido su parte de responsabilidad en el resultado final de la obra: sus sugerencias, nuestras discusiones, su empeño en no dar por terminado aún el texto, en someterlo a nuevas revisiones, su perspicacia a la hora de ver y hacerme ver dónde había contado demasiado y dónde demasiado poco, tienen mucho que ver con que El sueño del Rey Rojo sea mi mejor novela de ciencia ficción.

Lo que ya es por completo responsabilidad mía es el hecho de que posiblemente sea una de mis obras más personales, más quizá de lo que lo fueron en su día «Un jinete solitario» o El abismo te devuelve la mirada -ahora El abismo en el espejo, pero ésa es también otra historia-. Hasta este momento siempre había considerado que esos dos textos eran los que más y mejor me representaban, donde me había «codificado» a mí mismo en mayor profundidad y detalle.

Eso ya no es cierto. En El sueño del Rey Rojo hay, convenientemente disfrazado, deformado, a veces troceado, una parte muy importante de mi pasado, de mis culpas, mis errores y mis traiciones; de mis obsesiones, mis sueños, mis esperanzas, mis temores. En cierto modo (aunque supongo que esto sólo me interesa a mí) la novela es un intento de comprender mi propio pasado, aunque para ello haya tenido que deformarlo; un intento de dar con la verdad aunque para ello haya tenido que contar mentiras.

Y, curiosamente para un autor al que se ha acusado varias veces de «no ser un estilista», toda la novela es un tour de force estilístico: a lo largo de sus doscientas páginas he intentado una y otra vez tentar los límites de la narración en primera persona, forzarlos, ver hasta dónde podía llegar, jugando con las personas, los tiempos, los interlocutores. Y, anque suene inmodesto (y claro que lo va a sonar, pero no es que eso me quite el sueño), pocas veces me he sentido tan satisfecho de los resultados. Creo que El sueño del Rey Rojo es mi novela mejor escrita, con bastante diferencia. Y al mismo tiempo creo (y sí, lo digo con orgullo, qué demonios) que es una novela en la que el lector no nota lo bien escrita que está: porque el propósito de su estilo no es ni deslumbrar ni epatar ni provocar comentarios admirativos, sino el de narrar, el de contar lo ocurrido de la forma más adecuada y fluida posible.

Con lo que, una vez más, volvemos a lo personal. Porque El sueño del Rey Rojo refleja, casi a la perfección, mi concepción del estilo como herramienta, nunca como fin en sí mismo. Y como tal herramienta, creo que pocas veces la he usado con más precisión que en esta novela.

Reproducido con permiso del autor
© 2008, Rodolfo Martínez